Los medios de comunicación, en una nueva marea mediática de corte uniforme y reiterativa, nos pasamos todo el lunes 17 de octubre retransmitiendo el ataque ruso con drones kamikaze -el nombre resulta muy impresionante- sobre Kiev, la capital ucraniana, una ciudad que casi alcanza los 3 millones de habitantes.

Naturalmente, se mostraron, mostramos, imágenes de terror y no se ahorraron calificativos -ni silencios, que son peores- para demostrar la gran matanza rusa.

Al final, el balance oficial es de cuatro muertos: ¿Sólo cuatro muertos en un ataque que inauguraba una nueva era de crueldad, en una ciudad de unos 2,9 millones de habitantes? Pues no parecen muchos.

Sé que una sola vida humana es sagrada, y por tanto, un sólo muerto ya es como para pensar. Pero claro, resulta que el accidente, que no acción intencionada, de un caza ruso que se estrelló con un bloque de viviendas rusas, en la ciudad de Yeisk, junto al mar de Azov, provocó seis muertos, dos más.  

En resumen, un fantasma recorre la guerra de Rusia: ¿Putin está matando moscas a cañonazos? ¿Por qué lo hace? Él debe ser consciente de que las guerras las gana la infantería.

Otrosí: ahora los ucranianos están ganando, lo que demuestra que el ejército más poderoso del mundo no puede vencer a otro ejército menos poderoso si éste está poderosamente armado. Es decir, que el arte de la guerra se ha convertido en el arte del armamento. El hombre nada puede frente al armamento. Cuidado con esto. 

Y lo que sí está claro es que hay más odio que víctimas en la guerra de Ucrania y que Washington se está aprovechando de ello.