La ley integral para la igualdad de trato y la no discriminación, conocida como la ley Zerolo, ha entrado en vigor este jueves tras su publicación en el BOE. Como muy bien explicó Rocío Orizaola en estas mismas pantallas, se trata de una norma peligrosísima en la que el inocente se convierte en presunto culpable. Es decir, se invierte la carga de la prueba, de tal manera que el acusado tiene que demostrar que no odia a quien su acusador dice que odia, una tarea imposible.

Lo más grave de todo esto es que hablamos de delitos de odio, pero odiar no es un delito, es algo mucho peor: es un pecado. Y un juez no puede juzgar las mentes ni los corazones, solo puede juzgar hechos, y el odio, odiar, no es un hecho, y mucho menos se puede probar. Los delitos de odio, en definitiva, dejan en manos de un hombre -el juez- la posibilidad de castigar una mera intención.

Solo Dios sabe lo que hay dentro del alma humana. Solo Dios sabe si alguien odia y, además, si se arrepiente y pide perdón en la confesión, siempre le perdona.

En el fondo, lo que busca la ley Zerolo -y los delitos de odio- es poder castigar, incluso con penas de prisión, a todo aquel que discrepe de lo políticamente correcto, por ejemplo, de la ideología de género.