Una de las grandes mentiras -son muchas y variadas- del feminismo es que la mujer estuvo tradicionalmente castigada a trabajar en casa. Y así era… pero es que el varón también trabajaba en casa.

De hecho, la unidad económica principal, también la unidad empresarial, hasta la revolución industrial, de no muy grato recuerdo, era el hogar, la familia, donde trabajaban padre y madre, en perfecta conciliación laboral y con categoría de pequeños propietarios, ambos dos.

Como decía un periodista muy progre: "A éstas, ¿quién las ha engañado?"

Fue cuando llegó el proletariado cuando se destroza esa armonía, nace el  capitalismo (los poseedores de capital se imponen a miriadas de trabajadores por cuenta ajena) y donde los autónomos pasan de ser el núcleo del sistema a meros complementos. 

Y así fue como Chesterton, cien años atras, pudo decir aquello de “200.000 mujeres gritan <<no queremos que nadie nos dicte>>. Y acto seguido, van y se hacen dactilógrafas”. De reinas del hogar a esclavas del empresario –o la empresaria-. ¿No es genial? Como decía un compañero periodista muy progre: “a éstas, ¿quién las ha engañado?”.

"Viva la propiedad, muera el proletariado"

Pero la solución no está en convertir a la mujer en proletaria sino en convertir a ambos sexos en propietarios: ¡Viva la propiedad, muera el proletariado!