Sr. Director:
La Pasión y Muerte del Señor se celebra desde principios del Cristianismo. Se hizo pública a parir del siglo IV, cuando el Emperador Constantino dio libertad a los cristianos para la práctica de la religión cristiana (fue su madre, la Emperatriz Santa Elena, quien encontró la Cruz de Cristo en el monte Calvario, en donde había mandado excavaciones con tal fin). En el siglo VIII se desarrollaron las primeras cofradías, y en los siglos XII y XIII surgieron de distintos gremios, con organización de misas y procesiones; pero la importancia de las procesiones viene, sobre todo, de los siglos XVI y XVII, con desarrollo extraordinario de la imaginería cristiana.
La representación más antigua de la Pasión del Señor data del siglo XIV: un auto Sacramental en el pueblo catalán de Sant Vicenç dels Horts, (hoy los textos son del siglo XVIII). Al finalizar, salen los actores, de la iglesia, en procesión por las calles del pueblo con la imagen de Jesús Crucificado y de Nuestra Señora de la Soledad.
La Semana Santa se conoce, a nivel popular en toda España, por las procesiones. A su paso, se observan muchos rostros absortos en la imagen, en actitud contemplativa, orante. Las imágenes sagradas bendecidas no son meras esculturas o pinturas de mayor o menor valor artístico: son sacramentales y, muchas veces, Dios se vale de ellas para sanar los corazones heridos y curar los cuerpos y las almas de quienes oran ante la imagen santa con humildad y confianza (Santa Teresita rezó a la Virgen, cuya imagen presidía su cuarto; notó que le sonreía y recobró la salud).
Las procesiones de Semana Santa no son importantes sólo por su valor histórico y cultural, ni por el mérito artístico incalculable de tantas imágenes, añadido al reclamo de turistas; lo son, sobre todo, porque ayudan a la renovación interior al considerar la Pasión de Cristo y los dolores de su Santísima Madre, ofrecidos con tanto amor, que nos merecieron la Misericordia de Dios, Misericordia Divina. Gracias a la Muerte del Redentor, los pecados pueden ser perdonados; pero no faltan los que, por soberbia, adoptan una actitud de ingratitud y alejamiento de quien es la Fuente de la Misericordia, el Corazón de Cristo, muerto por cada uno de nosotros y, después, resucitado, que nos quiere a todos como a hijos y desea nuestra felicidad sin ocaso (el Cielo es eterno).