Sr. Director:

Yo vivía en una ciudad con un conjunto histórico único en su encanto y belleza, por el que además se podía pasear con tanta paz, que a veces me preguntaba cómo no la habían descubierto esas masas de turistas que invadían otras ciudades no mejores que la mía. Pero como mis ingresos no estaban relacionados con la hostelería ni con una actividad que se beneficiase directamente de ese negocio, tal pensamiento no me producían frustración ni congoja (¡ellos se lo perdían!), pues en absoluto envidiaba a esas otras ciudades cuya vida parecía condicionada por esas manadas de visitantes. 

Por diferentes causas, aquella paz fue desapareciendo poco a poco y comenzaron a venir los turistas en cantidades industriales, y la ciudad fue llenándose de hoteles y hotelitos que surgían como hongos y de establecimientos comerciales sin alma y muy similares a las de todas las ciudades que buscaban atraer a la misma clientela. Pero, sobre todo, se nos llenó el centro de masas informes de visitantes haciendo fotos con sus móviles y deambulando como zombis desplegados en orden de combate, impidiendo el paso ajeno y detrás de alguien que enarbolaba un paraguas de colores. No todo era peor que antes, ni mucho menos; pero aquel boom supuso la cesión de algunas esencias características de la parte más hermosa de mi ciudad. 

Y es que todas las ciudades con encanto pueden perderlo en gran parte, cuando dejamos que se desborde la muy lucrativa explotación del turismo.