Sr. Director:
La liturgia de la palabra de Dios recogida en los versículos y textos de los Evangelios de la Santa Misa de estos días ponen el énfasis en nuestra condición de “amigos de Dios”. No se trata de una amistad como cualquier otra, porque “ya no os llamo siervos, sino amigos pues todo lo que he recibido de mi Padre os lo he dado a conocer”, es decir, que Jesucristo se nos da a conocer en toda su plenitud, pues todo lo ha recibido de Dios Padre.
Eso sí que es un ofrecimiento de amistad profunda e incluso no se conforma con darse a conocer totalmente a sus amigos, sino que además va hasta el extremo, pues da su vida por cada uno y “nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos”.
Cristo, siendo Dios y Hombre perfectísimo, toma la iniciativa para nuestra amistad y nos la ofrece porque la desea. Por eso nos dice San Juan, el discípulo que se sentía amado por Jesús más que ningún otro, que es Dios quien nos ha amado primero.
Pero una verdadera y buena amistad se caracteriza siempre por la mutua correspondencia.
Vale la pena, por tanto, darle a conocer también todo nuestro ser y nuestras vidas, nuestros valores y nuestras limitaciones y errores, nuestras alegrías y nuestras penas y dolores, lo grande y lo pequeño, lo valioso y lo ordinario de cada día.
Dice un conocido dicho popular que “los amigos de mis amigos son mis amigos”, por eso nos pide que nos amemos unos a otros como Él nos ha amado.
Vale la pena si hiciera falta dar la vida por Él, pues no encontraremos jamás mejor amigo.