Sr. Director:

En la Conferencia de Presidentes de las 17 Taifas Hispánicas, celebrada en Barcelona, Isabel Díaz Ayuso se ha negado a utilizar el pinganillo de traducción simultánea de las lenguas regionales a la Lengua Española, y viceversa… El gesto ha sido interpretado como provocador o valiente, según el prisma ideológico, pero ha supuesto algo más: el primer acto explícito de resistencia institucional frente al proceso de resolución nacional . No fue una extravagancia, sino una impugnación directa a la legitimación simbólica de la rendición del Estado. Una afirmación, escueta pero contundente, de que todavía hay representantes públicos dispuestos a no similar que España ya no existe.

Porque el pinganillo no es una anécdota: es la escenificación técnica de una humillación moral y política. Simboliza la aceptación de la mentira de que no existe lengua común entre españoles, de que no compartimos un espacio cívico común y que los órganos del Estado deben adaptarse a los caprichos identitarios de quienes quieren destruirlo. Es la teatralización institucional del “España nos roba”, pero financiada y consentida desde el propio Gobierno central. Es el símbolo de un Estado que renuncia a sí mismo, que abdica de su deber de integración y se pliega, cobarde, ante quienes lo desprecian.

España atraviesa uno de los momentos más críticos de su historia constitucional reciente. El gobierno de Pedro Sánchez, sostenido por partidos abiertamente hostiles al orden constitucional, no solo ha instrumentalizado las instituciones del Estado para finos partidistas, sino que ha evidenciado las grietas profundas de un sistema político incapaz de defenderse de quienes lo parasitan desde dentro. El problema, sin embargo, trasciende a Sánchez. Su figura —controvertida, polarizadora, oportunista— es más un catalizador que una excepción. El verdadero reto es sistémico: impedir que un nuevo Sánchez, o alguien peor aún, pueda reconstruir una arquitectura de poder cimentada sobre el chantaje territorial, el desprecio por la legalidad y la erosión del principio democrático.

A este respecto, el pacto de investidura firmado con partidos separatistas y filoterroristas, la amnistía de los autores del golpe del 1-O, la instrumentalización del Congreso, la rendición del CNI y la humillación del poder judicial son solo síntomas de una patología más profunda: la colonización del Estado por minorías antinacionales que se benefician de unas reglas del juego disfuncionales.

La solución no pasa por una alternancia puntual en el poder, sino por una reconfiguración normativa e institucional que ciega la democracia española frente al chantaje secesionista. Y para ello, es necesario un debate riguroso, valiente y honesto sobre el papel de los partidos nacionalistas en la política española, la necesidad de una reforma electoral profunda y la limitación de privilegios que hoy distorsionan la voluntad popular.

La paradoja española: cuando los enemigos de la Nación, del Estado lo gobiernan

La paradoja de la democracia española es inquietante: en ningún otro país europeo los partidos cuyo objetivo declarado es destruir el Estado tienen un acceso tan amplio, legítimo y eficaz al poder central.

Mientras en Alemania la Oficina para la Protección de la Constitución (BfV) vigila, investiga y acorrala judicialmente a partidos que, sin haber cometido delitos, muestran pulsiones antidemocráticas, en España ocurre lo contrario: partidos que ya han protagonizado intentos sediciosos (como ERC o Junts) o justifican la violencia (como EH Bildu) no solo gozan de total impunidad, sino que son socios preferentes del Gobierno.

Este fenómeno, sin precedentes en el mundo democrático, no es fruto del azar. Es consecuencia de un diseño institucional disfuncional que permite a formaciones minoritarias y separatistas ejercer una influencia desproporcionada en las decisiones de Estado, rompiendo el principio de igualdad entre ciudadanos y otorgando más poder a quienes tienen menos votos, pero mayor capacidad de chantaje.

Asistimos a un proceso de claudicación permanente

En cualquier democracia digna, los partidos que abogan por la destrucción del orden constitucional serán ilegalizados o, como mínimo, excluidos de toda capacidad de decisión política nacional. En España, se les financia, se les primas, se les blanca, se les encumbra. Se les dan televisiones, subvenciones, competencias, estructuras de Estado. Y se les otorga la llave del poder.

El PSOE de Pedro Sánchez ha consumado la transformación del separatismo en columna vertebral del régimen. Lo que antes era tolerancia ambigua, hoy es cooperación activa. La amnistía, la cesión de competencias, la supresión de la alta inspección educativa, el desguace lingüístico, la transferencia de infraestructuras, la ingeniería presupuestaria del chantaje, el sabotaje del Poder Judicial, la captura de RTVE, el descrédito del Tribunal Constitucional… para obedecer a la misma lógica: sostenerse en el poder a costa de vaciar de contenido la nación.

La rendición no es puntual. Es estructural. Y se desarrolla tanto en el plano simbólico (el pinganillo, el desprecio al español, la humillación protocolaria del Rey, el reconocimiento del catalán en Europa) como en el institucional: fiscales subordinados, jueces amedrentados, medios comprados, opositores estigmatizados, exiliados políticos denigrados, votantes insultados. La nación como puro decorado para la supervivencia de una casta política sin vínculo real con los españoles. Un régimen sin pueblo, sin proyecto y sin decoro.

Legalismo suicida y ausencia de doctrina de defensa constitucional.

España carece de una doctrina constitucional de autodefensa. No existe un marco jurídico eficaz para ilegalizar partidos que actúen contra los principios fundamentales del Estado, ni para impedir que quienes han atentado contra el orden constitucional, como fue el caso de los separatistas de Cataluña, en 2017, sigan participando impunemente en la vida política.

El Tribunal Constitucional ha adoptado una doctrina extremadamente garantista, en la que el derecho de participación política de los secesionistas ha pesado más que la defensa de la unidad nacional y del marco constitucional. A diferencia de Alemania —donde el artículo 21 de la Ley Fundamental permite la ilegalización de partidos que atenten contra el orden democrático—, en España el artículo 6 de la Constitución y la Ley de Partidos son interpretados con tal laxitud que incluso un partido como Junts, cuyo líder (Puigdemont) se fugó de la justicia tras declarar unilateralmente la independencia, puede concurrir a elecciones europeas y condicionar la gobernabilidad del país desde Bruselas.

Hay que replantear esta actitud suicida. La democracia no puede ser neutral ante sus enemigos. Como dijo Karl Loewenstein, el constitucionalismo militante exige que el sistema democrático se defienda activamente frente a quienes buscan destruirlo desde dentro. Y en este contexto, los partidos secesionistas son enemigos declarados del orden constitucional.

El precio de la asimetría: chantaje territorial y deslealtad institucional

La Transición fue generosa con las regiones que entonces comenzaron a denominarse «nacionalidades históricas». La Constitución de 1978 incorporó un modelo de descentralización abierto, de naturaleza asimétrica, que permitía a ciertas regiones adquirir más competencias de gobierno que otras. Esa flexibilidad, que en su momento sirvió para pacificar tensiones regionales, ha degenerado en un chantaje permanente de las minorías periféricas al poder central.

Hoy, los partidos nacionalistas-separatistas utilizan sus escaños como moneda de cambio para obtener privilegios territoriales que fracturan la igualdad entre los españoles. Lo hacen sin disimulo y con deslealtad estructural. Lo grave no es que persigan intereses particulares —todo partido lo hace—, sino que lo hagan en contra del interés general, sin compromiso alguno con la unidad del país ni con la estabilidad institucional.

La situación actual es aberrante: partidos que suman un millón y medio de votos controlan la agenda del Gobierno , mientras que 22 millones de votos repartidos entre PP, PSOE, Vox y Sumar tienen la misma representación parlamentaria en cuanto a grupos. Este desequilibrio no solo distorsiona la voluntad popular, sino que permite que minorías hostiles gobiernen de facto el Estado.

La necesidad urgente de absolutos incuestionables

Toda convivencia política exige límites innegociables. Sin ellos, el sistema se convierte en una subasta perpetua, donde todo puede ser intercambiado: la justicia, la historia, la educación, la soberanía. Hoy, España carece de absolutos operativos. Todo se relativiza, todo se negocia, todo se degrada.

Los absolutos que una democracia madura debe preservar son evidentes:

  • La unidad de la nación como sujeto político indivisible y garantía de derechos.
  • La soberanía plena en materia legislativa, judicial, territorial y exterior.
  • El castellano como lengua común, no solo oficial, sino vehicular y vertebradora.
  • La igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, sin distinción de territorio, lengua o ideología.
  • Una ley electoral que garantiza proporcionalidad real y no privilegios territoriales estructurales.
  • La integridad del Poder Judicial, liberada de cuotas partidistas y control parlamentario espurio.
  • El reconocimiento de la historia común como fundamento de la convivencia futura.

La ausencia de estos absolutos convierte a la democracia en un mero mecanismo de reparto de botines entre élites extractivas. Y es esta lógica la que ha llevado al descrédito de las instituciones ya la percepción creciente de que la ley ya no es igual para todos.

El pinganillo de traducción simultánea: metáfora perfecta de la revisión

El dispositivo auditivo impuesto en instituciones comunes no es neutral. No está pensado para facilitar la comprensión, sino para institucionalizar la fragmentación. No se trata de entender mejor, sino de demostrar quién manda. Y quien manda es quien impone su idioma, incluso en contra de la racionalidad comunicativa, de la eficacia institucional, del sentido común y del respeto mutuo.

No hay ningún país de nuestro entorno que tolere semejante teatralización de su propio desarrollo. En Francia, en Alemania, en Italia, la lengua común es el vehículo del Estado, el símbolo de su continuidad, el marco de su acción pública. En España, en cambio, se subvenciona el esperpento: traducciones simultáneas entre personas que hablan la misma lengua, degradación del Congreso a plato de performance identitaria, dinero público al servicio del dislate. Y todo ello, con la complicidad de una izquierda acomplejada y una derecha temerosa.

Separatismo premiado, constitucionalismo perseguido

Partidos que en otros países serán objeto de vigilancia o ilegalización, aquí dirigen la política nacional. ERC, Junts, Bildu, la CUP : todos ellos han negado públicamente la existencia de España como nación, han celebrado la violencia contra el orden constitucional, han construido sistemas educativos paralelos para adoctrinar en el odio al Estado, han homenajeado a terroristas, han despreciado al Rey, han amenazado a jueces y han promovido el caos institucional.

Y, sin embargo, no solo son legales: son necesarios para que Pedro Sánchez conserve el poder. Por tanto, se les recompensa. Se les otorgan instrumentos de Estado. Se acepta su relación. Se financia su propaganda. Se insulta a las víctimas del terrorismo. Se blanquea el golpismo. La consecuencia es la demolición del principio de igualdad y el deterioro irreversible del Estado de Derecho.

El castellano, la Lengua Española, ha sido expulsada de la educación en amplias zonas de España, en las que los gobiernos regionales no acatan las sentencias judiciales y sin consecuencias de clase alguna. Profesores acosados, niños discriminados, familias amedrentadas. Y el Gobierno mira hacia otro lado, cuando no colabora activamente con el proceso. Las víctimas ya no tienen voz. Los verdugos legisladores.

Una ley electoral al servicio de la extorsión

Todo este escenario no sería posible sin una arquitectura institucional que lo permite y lo estimula. La Ley D'Hondt, aplicada sobre circunscripciones provinciales profundamente desiguales, genera un sistema en el que partidos con un número muy reducido de votos obtienen una capacidad desproporcionada de influencia.

El resultado es el chantaje perpetuo. Un diputado del PNV vale más que diez de Vox, por poner un ejemplo. Un escaño de Teruel existe decide más que cien mil votos dispersos. Y, sobre todo, los nacionalistas-separatistas y filoterroristas saben que el sistema depende de ellos. Por eso pueden imponer condiciones que no se tolerarían en ningún otro país: amnistías, indultos, privilegios fiscales, blindaje lingüístico, control de infraestructuras estratégicas. No son aliados: son extorsionadores.

La solución pasa por una reforma profunda: circunscripción única o, como mínimo, autonómica; listas desbloqueadas que permiten elegir a personas y no a siglas; doble vuelta para premiar la agregación y no la fragmentación; y, sobre todo, una cláusula de exclusión democrática: quien niega la nación, no puede representarla.

Política exterior: vasallaje y pérdida de soberanía

La rendición del Estado no se limita al frente interno. También se evidencia en el plano internacional. Marruecos chantajea con inmigración ilegal y con amenazas sobre Ceuta, Melilla y Canarias. Y el Gobierno responde con sumisión: fondos millonarios, reconocimiento del plan alauí para el Sáhara, inacción ante las injerencias del islamismo radical, silencio cómplice ante las agresiones a la comunidad cristiana subsahariana.

Mientras se marginan las raíces cristianas de España, se subvencionan mezquitas wahabitas, se impone el islam en las aulas y se silencia el avance del salafismo. El multiculturalismo oficial se convierte así en una forma de autonegación. Todo lo que define a España —su historia, su lengua, su cultura, su religión— es percibido como un estorbo. El resultado es una sociedad fragmentada, atomizada y vulnerable. Sin identidad común, sin proyecto compartido, sin autoestima nacional.

Ayuso como síntoma de un nuevo lenguaje

El gesto de Isabel Díaz Ayuso al rechazar el pinganillo no cambia nada por sí solo. Pero marca un punto de inflexión discursivo. Por primera vez en años, un alto cargo institucional dice abiertamente «no» al lenguaje del chantaje. No al relato de la fragmentación. No al ritual de sumisión. No a la mentira oficial.

Ese «no» debe ser el germen de algo más grande: un nuevo relato nacional sin complejos. Un relato que defensa sin afecta la unidad de España, la preeminencia del castellano-español, la necesidad de recuperar competencias cedidas, la legitimidad de ilegalizar partidos que niegan el orden constitucional, la urgencia de recentralizar justicia, educación y sanidad, la necesidad de regenerar el vínculo entre representación y verdad.

No basta con resistir. Hay que reconstruir. Y para ello es imprescindible restablecer los absolutos que nunca debieron de ser incuestionables: sin nación, no hay democracia; sin democracia, no hay ley; sin ley, solo queda el capricho de quienes odian lo común.

La hora de la regeneración nacional ha comenzado. Que no nos venza el miedo.

Urgencias legislativas: blindajes institucionales y reforma electoral

La experiencia del sanchismo debe conducir a una profunda revisión del marco legal e institucional. No bastará con una alternancia política. Es necesario reformar las reglas del juego para impedir que se repita una deriva similar. Estas reformas deben abordar, al menos, los siguientes puntos:

1. Reforma de la Ley de Partidos Políticos

Debe incluirse expresamente la ilegalización de partidos que:

  • hayan participado en intentos de golpe de Estado.
  • rechacen el marco constitucional de forma programática.
  • colaboran con potencias extranjeras para debilitar la unidad nacional.
  • justifiquen la violencia o cooperen con estructuras heredadas del terrorismo.

2. Inhabilitación automática de prófugos

Ninguna persona huida de la justicia, por delitos contra el orden constitucional, debe poder presentarse a elecciones ni ejercer cargos políticos. La figura de Puigdemont, liderando desde el extranjero un partido que condiciona la política española, es incompatible con cualquier democracia madura.

3. Reforma electoral profunda

Hay que introducir un umbral mínimo del 3% o 5% de votos a nivel nacional, o en al menos un número significativo de provincias, para que una formación obtenga representación parlamentaria. Esto evitaría que partidos regionalistas con escaso apoyo nacional acumulen poder desproporcionado.

4. Racionalización de los grupos parlamentarios

La cesión fraudulenta de diputados para constituir grupos a medida debe prohibirse. Un grupo parlamentario debe basarse exclusivamente en el número de diputados obtenidos de forma directa por un partido. Además, el tiempo de intervención en los debates debe reflejar el peso electoral, no la aritmética de grupos artificiales.

5. Revisión del Senado y su inutilidad

El Senado debe reformularse como verdadera cámara territorial donde todas las comunidades tengan representación equitativa y donde los partidos nacionalistas-separatistas y filoterroristas no puedan imponer su visión unilateral del Estado.

¿Una cláusula de defensa constitucional?

El sistema necesita introducir una cláusula que permita la actuación extraordinaria del Estado cuando sus fundamentos estén amenazados. Esto no implica suspender derechos, sino activarlos para preservar la Constitución. Sería algo similar al artículo 18 de la Ley Fundamental alemana, que permite la pérdida de derechos fundamentales a quienes los utilizan para combatir el orden democrático.

Una cláusula así serviría, por ejemplo, para impedir que partidos que niegan la soberanía nacional participen en órgano clave del Estado, como la Comisión de Secretos Oficiales, o para permitir al CNI actuar con más margen frente a amenazas secesionistas.

Conclusión: cirugía de hierro para preservar la libertad

España no puede permitirse una segunda experiencia como la de Pedro Sánchez. Ha demostrado que el marco constitucional actual puede ser instrumentalizado para destruir desde dentro del edificio democrático. Ha puesto en evidencia que la legalidad, si no está acompañado de una doctrina firme de defensa institucional, es una presa fácil para los cínicos y los oportunistas.

Volver a la normalidad institucional no significa regresar a la ingeniosidad. Significa aprender de lo ocurrido. Impedir que el secesionismo vuelva a gobernar España, que un prófugo decida nuestra política energética o que un condenado por terrorismo decidido sobre la Guardia Civil, no es una opción reaccionaria: es una exigencia democrática.

La democracia, para sobrevivir, debe tener el coraje de defenderse. Y esa defensa debe empezar hoy, antes de que sea demasiado tarde.