No hace mucho tiempo había muy buenos obispos en España… yo diría que la mayoría de cada generación de obispos en la Época Contemporánea, es decir, de los últimos doscientos años, porque los mediocres y los malos prelados, cuando los había, solo eran la pequeña…, la pequeñísima excepción que entraba en cada lote.

Pues, como he dicho, no hace tanto tiempo, pongamos que hace un siglo, porque cien años no es mucho tiempo para un historiador, la mayoría de los obispos eran humanamente brillantes y alejados de la mediocridad; como sacerdotes, en su comportamiento se mostraban piadosos y ajenos a congraciarse con el mundo; como pastores, se manifestaban solícitos con los fieles a ellos encomendados y como obispos, eran defensores de la Iglesia hasta dar la vida por ella, como hicieron nada menos que trece obispos españoles, durante la última Guerra Civil. El martirio de alguno de ellos lo he contado en estos artículos, como fue el del obispo de Barbastro, martirizado con una crueldad más que inhumana, infernal.

San Juan Pablo II impulsó, decididamente, la beatificación de los numerosos mártires españoles, que fueron martirizados durante la última Guerra Civil. Pero aquí en España se les denomina oficialmente “mártires del siglo XX”, lo que indica una lamentable mediocridad intelectual, incapaz de reconocer la realidad histórica en la que se produjo el martirio y un incalificable afán de congraciarse con la izquierda actual y por eso se oculta la verdad de lo que pasó: que fueron los socialistas, los comunistas y los anarquistas los que les martirizaron.

Cuando la Iglesia eleva a uno de sus hijos a los altares, lo hace no solo en reconocimiento de sus méritos, sino para ponerle como ejemplo de vida a la Iglesia militante. Y, por lo tanto, esta tuvo que ser una de las intenciones de Benedicto XVI, cuando el 28 de octubre de 2007 beatificó al obispo de Ciudad Real, Narciso de Estenaga y Echevarría (1882-1936): proponer a este prelado como modelo para todos los fieles, y particularmente para los obispos.

El martirio, cuya aceptación es imposible sin recibir una gracia especial de Dios, es la culminación de una vida entregada a Dios. Pero esa gracia especial no se apoya en el vacío, porque bien se podría decir que Dios va preparando al futuro mártir para la prueba final, de modo que toda su vida no es otra cosa que una disposición remota al martirio. Por eso me propongo en este artículo repasar brevemente la vida de este obispo beato y mártir.

Narciso de Estenaga nació en Logroño, en el seno de una familia muy humilde. Su padre era un jornalero y su madre ejerció el oficio de lavandera. A los once años se quedó huérfano de padre y madre, por lo que tuvo que ser acogido en un colegio de huérfanos, fundado por el canónigo Joaquín de Lamadrid, que también murió mártir en 1936 y fue beatificado junto con el obispo Estenaga, en un grupo de 498 mártires.  

Cuando estalló la Guerra Civil le recomendaron que abandonara el palacio episcopal, pues se sabía que le buscaban para matarle. Pero Narciso Estenaga se negó, porque dijo que no quería estar lejos de su rebaño

Desde pequeño, Narciso Estenaga dio muestras de una inteligencia muy viva, que de haberla puesto al servicio de una carrera civil hubiera hecho de él una personalidad brillante. Así y todo, entre sus títulos hay que mencionar que fue correspondiente de la Real Academia de Historia y de la Bellas Artes de San Fernando y académico de número y director de la Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo.

Narciso de Estenaga fue ordenado sacerdote en 1907 y dos años después, mediante una brillante oposición, fue nombrado canónigo de la Catedral Primada de Toledo. En 1917 se convirtió en Deán, Primera Dignidad del Cabildo toledano.

El 12 de agosto de 1923, ya como obispo de Ciudad Real, pronunció estas palabras al tomar posesión de su sede episcopal en la catedral: “Mi sentimiento puede suplir mis palabras: Os entrego mi corazón. No me habéis preguntado a título de qué viene a vuestra diócesis este forastero, pero yo os lo voy a decir. Soy el enviado del Padre de vuestros padres, para estrecharos en amoroso abrazo, llorar con vosotros en vuestras desgracias, participar de vuestras alegrías, y dirigiros a todos bajo mi báculo de pastor”.

Aquel discurso era algo más que unas palabras bonitas para la ocasión, porque Narciso de Estenaga demostró con hechos, en el ejercicio de su ministerio episcopal, que nunca dejó abandonados a sus fieles. Y no cambió su comportamiento, ni siquiera para salvar su vida.

Cuando estalló la Guerra Civil le recomendaron que abandonara el palacio episcopal, pues se sabía que le buscaban para matarle. Pero Narciso Estenaga se negó, porque dijo que no quería estar lejos de su rebaño. Es más, llegaron a ofrecerle un billete para que abandonara Ciudad Real, para salvar su vida de este modo. Pero no lo quiso utilizar y se lo entregó a su secretario, Julio Melgar, para que pudiera escapar él. Su secretario tampoco huyó y acabó compartiendo el martirio con su obispo el mismo día y también ha sido beatificado.

Como obispo de Ciudad Real, Narciso Estenaga se refería al seminario como “la niña de sus ojos”. Cuando llegó a su diócesis, en 1923, no se encontró el seminario en las mejores condiciones y, posteriormente, el ambiente anticlerical sembrado por el sectarismo antirreligioso de la Segunda República, a partir de 1931, provocó una escasez de vocaciones. Sin embargo, el santo obispo, lejos de justificar la escasez de seminaristas por un ambiente nada favorable y cruzarse de brazos, se puso a trabajar, y al poco tiempo se vieron los resultados: en el curso 1935-1936 ingresaron 40 nuevos seminaristas. Y téngase en cuenta que, según un folleto publicado en 1935 por la Dirección General de Estadística del Ministerio de Trabajo, la población de hecho de la provincia de Ciudad Real a 1 de julio de 1935 era de 523.648 habitantes.

Tampoco era Narciso de Estenaga de los que dan por buena y aceptan una disposición del Gobierno contra la Iglesia, si la aprueba el poder legislativo, el poder ejecutivo y el poder judicial

Tampoco era Narciso de Estenaga de los que dan por buena y aceptan una disposición del Gobierno contra la Iglesia, si la aprueba el poder legislativo, el poder ejecutivo y el poder judicial. Durante su mandato como obispo, la Constitución de la Segunda República, según su título III prohibió a las Órdenes religiosas ejercer la enseñanza y estableció en su artículo 48: “la enseñanza será laica, hará del trabajo el eje de su actividad metodológica y se inspirará en ideales de solidaridad humana”.

Pues bien, Narciso Estenaga lejos de adoptar una postura posibilista y de buen rollito con el Gobierno, hizo publicar, el 15 de enero de 1936, en el Boletín Oficial de Acción Católica de su diócesis la siguiente disposición: “Nuestro Prelado ha dispuesto que la Santa Comunión, que según reglamento celebran mensualmente todas las instituciones diocesanas de Acción Católica, incluyendo Benjaminatos y Aspirantados, sea aplicada la del mes próximo de febrero por la Madre-Patria España, pidiendo a Dios que la defienda y proteja de sus peores enemigos; que sean abolidas las leyes ateas y perseguidoras de la Santa Iglesia; que vuelva el santo crucifijo a las Escuelas Nacionales y se enseñe en ellas el Catecismo”.

Narciso Estenaga no utilizó los medios de comunicación de su diócesis ni para ponerlos al servicio del sistema político, ni tampoco en apoyo de ningún partido, sino para difundir la doctrina de la Iglesia, como así hizo por medio del periódico El Pueblo Manchego.

La propaganda de la izquierda hace pasar a la Segunda República como el paraíso de las libertades, ocultando que el régimen republicano fue un enemigo declarado de la libertad de opinión. Solo en agosto de 1932 el Ministerio de la Gobernación, a cuya cabeza estaba Casares Quiroga, ordenó la suspensión de más de cien periódicos, entre ellos El Debate de la Editorial Católica, el ABC, La Nación, dirigido por Delgado Barreto o El Siglo Futuro, órgano de la Comunión Tradicionalista.

Y entre esos más de cien periódicos, víctimas del ataque a la libertad de opinión de la Segunda República, también fue suspendido El Pueblo Manchego, que se editaba en Ciudad Real desde 1911. El periódico era de tendencia monárquica y estaba vinculado a personas católicas, pero después del golpe contra la prensa de Casares Quiroga, El Pueblo Manchego quedó en una situación tal, que sus propietarios decidieron cerrarlo. Sin embargo, la actuación de Narciso Estenaga, creando una nueva empresa, le salvó de la extinción, y El Pueblo Manchego siguió editándose para difundir la doctrina social de la Iglesia.

Narciso Estenaga no utilizó los medios de comunicación de su diócesis ni para ponerlos al servicio del sistema político, ni tampoco en apoyo de ningún partido, sino para difundir la doctrina de la Iglesia

Los biógrafos de Narciso de Estenaga describen su personalidad religiosa enmarcada en estas tres dimensiones: vida intensa de oración, hombre de eucaristía y entrañable devoción mariana. Su amor a la Santísima Virgen prendió desde niño en su alma y estuvo siempre vinculada a su condición de huérfano. Por eso cuando tomó posesión de su diócesis, concluyó la presentación a sus fieles con estas palabras finales: “Vengo también bajo la protección de la Excelsa Virgen María. Yo, que tuve la desgracia de perder a mi madre a la edad de once años, veo en la Santísima Virgen la madre, cuya protección me ha sido siempre deparada”.

Tras el estallido de la Guerra el 18 de julio de 1936, en los días siguientes Ciudad Real vivió en medio del caos, pero la Guardia Civil protegió el palacio episcopal. Fue en estas circunstancias, cuando se le aconsejó al obispo que abandonara la ciudad y se le facilitaron los medios para ello, como ya hemos dicho.

Al hacerse con el control definitivo de la ciudad los republicanos, la Guardia Civil se retiró del palacio episcopal, y el 13 de agosto de 1936 el obispo y su secretario fueron obligados a abandonar su residencia. Entonces, se refugiaron en casa de Saturnino Sánchez Izquierdo, contando con la “palabra de honor” del gobernador civil de que nada les iba a pasar.

Pero el 22 de agosto, los milicianos asaltaron la casa de Saturnino Sánchez Izquierdo y se llevaron al obispo y a su secretario, a los que asesinaron en el lugar denominado Peralbilllo Bajo, en el término municipal de Miguelturra, a ocho kilómetros de Ciudad Real. Antes de caer abatido por las balas de los perseguidores de la Iglesia, el obispo se dirigió a ellos con estas palabras: “Matáis un hombre, pero no el espíritu”.

 

Javier Paredes

Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá