La Declaración de Berlín, que conmemora el quincuagésimo aniversario de la firma del Tratado de Roma, fundamento de la Unión Europea, comienza con el siguiente y revelador texto: "Los ciudadanos y las ciudadanas de la Unión Europea, para fortuna nuestra, estamos unidos." En su texto completo no aparece, pues, ninguna mención al Cristianismo, pero nadie le podrá acusar de no ser ‘políticamente correcto' después de ese "ciudadanos y ciudadanas", que, a fuer de incorrección gramatical, resulta muy ilustrativo.
Los jefes de Estado y de Gobierno, reunidos en Berlín bajo la Presidencia de Ángela Merkel, han firmado un documento que todos ellos saben inane, y que sólo servirá para intentar legitimar un Tratado Constitucional –el de Giscard d'Estaing-, deslegitimado desde que chocó con la oposición de los pueblos de dos países fundadores de la UE: Francia y Alemania.
En el texto –que por su brevedad merece la pena leer- sólo se habla de un valor: la lucha contra el cambio climático. Por lo demás, no define qué entiende por la política de "fronteras abiertas", el principio de mayor enjundia. Especialmente cuando, unas líneas después, se menciona la necesaria lucha contra la inmigración ilegal.
El resto son meras tautologías, como la siguiente: "Defendemos que los conflictos del mundo se resuelvan de forma pacífica y que los seres humanos no sean víctimas de la guerra, el terrorismo y la violencia". En efecto, cuesta creer que alguien pretenda, a priori, solucionar posconflictos del mundo a cañonazos.
Este ‘principio' fue aprovechado por el presidente español, Rodríguez Zapatero, para comentar a los periodistas –en una sesión donde no admitió grabadoras- que su Gobierno había dejado su "huella" en la Declaración de Berlín, aunque la política española sobre inmigración no es la de fronteras abiertas sino la de cuotas y legalización previa condición de poseer un contrato de trabajo. Asimismo, ZP se refirió a otras solemnizaciones de lo obvio que figuran en la Declaración, como es la propuesta de resolver los conflictos por medios pacíficos. Al parecer, se trata de otra aportación española.
Alemania y su canciller Ángela Merkel sólo han perseguido un objetivo: que la rueda europea, ahora formada por 27 radios, siga girando, con la esperanza de reponer sobre la mesa el Tratado Constitucional que muriera en 2005, a ser posible antes de las próximas comicios europeos de 2009.
Así, con un texto descafeinado al máximo, que podría haber sido firmado por cualquiera, europeo o asiático, demócrata o autoritario. ha sido posible que los 27 países estampen su firma y se hagan una foto ante la Puerta de Brandeburgo.
En su obsesión por omitir cualquier alusión al Cristianismo, el texto llega a referirse al orgullo que sienten los firmantes sobre las tradiciones europeas: "En la Unión Europea preservamos la identidad de los estados miembros y la diversidad de sus tradiciones. Valoramos como una riqueza nuestras fronteras abiertas y la viva diversidad de nuestras lenguas, culturas y regiones". De sus creencias cristianas, la UE no se siente orgullosa.
Precisamente, un día antes, el sábado 24, Benedicto XVI afirmaba que Europa parece encaminada "al fin de su historia". Se refería al abaja natalidad de una Europa moribunda y sin vitalidad pero también al hecho de que al prescindir de los valores cristianos que han creado Europa, y al renunciar a cualquier tipo de "valores universales y absolutos" Europa incurre en "una apostasía de sí misma, antes que de Dios".
Puede decirse que, tras la glamurosa Declaración de Berlín, la unión europea continúa en fase de "tareas pendientes". Simplemente hemos logrado otra prórroga.