En los comienzos del siglo XXI el mundo se espantó de la barbarie cultural que supuso la destrucción a manos de los talibanes de decenas de esculturas de Buda, algunas de gran tamaño y con siglos de historia.
Las obras de arte tienen -con independencia de su antigüedad, que supone un valor añadido- en sí mismas su propio valor y, aunque sólo fuese por ello, deben ser conservadas. En estos días asistimos al desmontaje -destrucción, según parece- del grupo escultórico La Piedad que Juan de Ávalos esculpió para el frontispicio de la basílica del Valle de los Caídos.
No sé en qué quedará esta aventura, mas parece que no es un hecho aislado sino, más bien, otro capítulo a sumar a la desaparición de los crucifijos en las escuelas, las soflamas de determinados políticos contra la Iglesia
Los que hoy pretenden sustituir -a golpe de martillo o con el expolio- los signos de la identidad cristiana de nuestro pueblo, son herederos de los que en los años treinta incendiaron y destruyeron iglesias, esculturas y pinturas -muchas de ellas de gran valor y antigüedad- por el hecho de ser símbolos cristianos. Los talibanes -en un hecho reprobable- destruyeron obras de arte que ofendían -según ellos- sus creencias. Nuestros talibanes de corbata (o sin ella) intentan hacer desaparecer las obras del arte religioso, no desde ninguna creencia trascendente, sino desde el odio a la Iglesia, probablemente porque -como el Bautista a Herodes- le molesta, porque recuerda al pueblo que por encima de las verdades del Gobierno hay otra Verdad o, si alguien lo prefiere, la madre Naturaleza.
Tengo la esperanza de que pase pronto esta hora porque -pese a los esfuerzos de ZP- nuestra sociedad de hoy es civilmente más madura que la de 80 años atrás.
Amparo Tos Boix