El aborto responde a la ignorancia, a las presiones y a la soledad que sufren las madres embarazadas en apuros. La solución que se ha de dar, ¿no es ayudarlas, en lugar de empujarlas a masacrar al hijo?
El aborto se cobra dos víctimas: el hijo, que muere asesinado, y la madre que arrastrará el "síndrome post-aborto" durante toda su vida. Para la madre "es más fácil sacarse un hijo del vientre que de la cabeza" y, también, que "pesa menos un hijo en los brazos que sobre la conciencia". El abortar no es un derecho, es una agresión, un asesinato. Este ataque a la vida, se está extendiendo por Europa, Estados Unidos y los países hispanoamericanos. Allí han proliferado las iniciativas en defensa de las mujeres y de los chiquillos nonatos.
Es célebre la tenaz labor de un facultativo, adalid de la guerra israelí, el especialista Eli Schussheim, que desde hace veintiocho años preside la mayor institución antiabortista de su país. Regresó a Israel en 1977 y se enfrentó al decreto que legitimó la aplicación del aborto en Israel. Fue el iniciador de Efrat, institución que está guiando un trabajo para la protección de los bebés. Ha recuperado a 17.000 bebés de la masacre del aborto. Su institución persuade a las adolescentes frágiles para que no aborten y han manifestado la necesidad de "restaurar el derecho de escoger la vida". Los componentes de Efrat no titubean al tachar de "holocausto silencioso" los dos millones de críos abortados en Israel desde 1948, fecha de la constitución del Estado de Israel.
Schussheim ha conseguido, tras múltiples pugnas con el poderoso Consejo de los Rabinos de Israel, que se censuraran los abortos y que se instituyera una comisión para impulsar, en el Parlamento israelí, la práctica rigurosa de la actual ley del aborto o la anulación de las prácticas abortivas.
En una democracia verdadera, ¿no debe primar el derecho de todos a la vida, sancionado por la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948?
Clemente Ferrer
clementeferrer3@gmail.com