Ahora bien, lo que no es libre es el matrimonio. El matrimonio puede ser hijo de la libertad, pero no padre. El matrimonio es un compromiso en el que se invierte la libertad, que desaparecer para obtener otro tipo de réditos. El matrimonio es la consecuencia de una decisión libre, que, en cuanto que comprometida, reduce la libertad de quien la asume. Decir que el matrimonio es libre es tanto como decir que, en un Estado de Derecho, por ejemplo España, el hombre es libre para incumplir la ley. Hasta al señor Zapatero le daban paga de pequeño, y entonces era libre para elegir: podía utilizar esa paga para comprarse golosinas y un tebeo o podía echarla en la hucha del cerdito. Lo que no podía hacer era comprometerse con el quiosquero y la tienda de chucherías a comprar el Mortadelo, comerse las gominolas y, al mismo tiempo, seguir manteniendo el dinero. En este sentido, quiosqueros y chucheros mantienen unos puntos de vista extraordinariamente sólidos.
La modernidad es experta en negar axiomas, por ejemplo, ésta: la libertad nació como las rosas en abril, para morir. Guardada no sirve para nada, hay que invertirla, y puede ofrecerte muchos réditos, pero sólo desde el mismo momento en que la pierdes. Una vez cumplidos los 15 años, casi todos los adolescentes se percatan de este axioma, pero los progresistas adultos, no.
Lo único que dice la Iglesia -que aunque no se lo crean no se presenta a los próximos comicios- es lo que han defendido todas las culturas, todas las civilizaciones, todos los imperios, desde que el mundo es mundo. Cosas tan extrañas a la cursilería fucsia de ZP como la perpetuación de la raza humana sobre la faz de la tierra, y el sentimiento del voto, del compromiso, de la donación, es decir, el sentido vocacional primero de la vida humana, origen mismo de toda la aventura humana, desde las primeras civilizaciones del Creciente fértil hasta la Europa cristiana, desde la vieja Asia del eterno retorno al Nuevo Mundo americano, desde que el hombre dominó la tierra hasta hoy, cuando intenta domeñar la luna.
Desde entonces aquí, digo, el celibato mismo se vio como una excepción, necesaria y laudable, pero excepción a la regla de la unión entre hombre y mujer, donde los cónyuges cedían su libertad. No digamos nada la homosexualidad, que termina con la raza humana y también desde el comienzo de los tiempos, el divorcio se contempló como un fracaso del proyecto más insigne de cada varón y cada mujer, por lo que la degradación de la persona y la sociedad siempre se han medido por el porcentaje de fracasos matrimoniales, por el fracaso del voto, especialmente de aquel voto sagrado en el que la contraprestación ofrecida es uno mismo.
En el mundo siempre ha existido homosexualidad y divorcio, pero nunca, hasta hoy, se había elevado la degeneración homosexual al grado de matrimonio. En Sodoma y Gomorra habrían mirado a ZP como un chiflado si hubiera llegado con la absurda propuesta de gaymonio y adopción de niños por gays.
Los hombres dijeron que el divorcio era bueno. Nos habían dicho, sí, que el matrimonio es una carga tan pesada que hay que hay que llevarla entre tres, o que en la variedad está el gusto, pero sabíamos que eran sarcasmos para encubrir la inclinación hacia la vecina del quinto, prepotente y maciza. No había orgullo gay ni orgullo divorcista -sino excusas, justificación-. O sea, que la familia nunca ha sido "hoja de la libertad", sino, insisto, madre de la misma. Es el fruto que los cónyuges obtienen por haber invertido, y perdido, la libertad al formar una familia.
Bueno, hasta que ha llegado ZP, el hombre del pensamiento invertido. El hecho de que sea el encargado de gobernarnos convierte la vida en España en una opción harto apasionante: podemos acabar en el manicomio o en el vertedero.
Eulogio López
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