El Tribunal Constitucional ha prohibido a dos familias que eduquen a sus hijos en casa (el famoso fenómeno del Home Schooling).

Tendrán que llevar a sus hijos al colegio y dejar su educación en manos de los profes. Habrá que recordar que el sujeto del derecho a la libertad de enseñanza no es el Estado ni el colegio, sino los padres.

Es más, los padres que, hartos de la tiranía de la escuela, controlada por los políticos -también la privada, concertada o no-, ejercían esta modalidad examinan a sus hijos en Estados Unidos, y a través de los acuerdos educativos entre países validan sus calificaciones y títulos en España. Ahora, esa única puerta abierta podría cerrarse.

Por cierto, lo que ahora hace el TC, vergüenza máxima de la vergonzosa justicia española, es refrendar al juez que ordenó escolarizar a unos niños que hablaban 5 idiomas. Que tiene bemoles, la copla.

Vamos, que los niños no son de sus padres, sino del Gobierno, que es donde se concreta la acción del Estado. Se enfrentan dos modelos: la familia, una célula de resistencia a la opresión, cuya únicas normas de funcionamiento son el compromiso y el afecto, y el Estado, personificación de la represión, dado que impone sus criterios por vía de ley, es decir, a la fuerza.

En definitiva, el fallo del TC es liberticida. Pero a mí aún me sorprende más la falta de reacción de la sociedad española, cuyas tragaderas sólo se comparan con su modorra. La intromisión del Estado -Gobierno y judicatura, principalmente- ha alcanzado en la edad moderna, cuotas peligrosas, que llegan incluso a la retirada de la patria potestad a los padres de un niño por estar gordo.

Un siglo atrás la modernidad ya atacaba a la familia con toda la fuerza de la legalidad, es decir, del Estado, Gilbert Chesterton cuenta el siguiente caso:      

Ayer en Epping, Thomas Woolbourne, un obrero de Lambourne, fue citado a juicio junto a su esposa por negligencia de sus cinco hijos. El Dr. Alpin declaró que fue invitado a visitar el hogar del acusado por inspectores de la sociedad nacional para la prevención de la crueldad contra la infancia. Tanto la casita como los niños estaban muy sucios. Comprobó que la salud de los niños era extraordinariamente buena, aunque la situación sería grave en caso de enfermedad. Se comprobó que los acusados estaban sobrios. El hombre quedó en libertad. La mujer, que alegó en su defensa que no podía limpiar la casita porque no tenía agua corriente y estaba enferma, fue sentenciada a seis semanas de cárcel. La sentencia sorprendió a los acusados. La mujer fue arrastrada fuera de la sala llorando y gritando ¡Qué Dios me ayude!.

No sé como llamar esto si no es chino. Invoca la imagen mental de una arcaica e inmutable corte oriental en que hombres de rostro reseco ejecutan alguna atroz crueldad acompañándose de proverbios y epigramas cuyo sentido han olvidado. En ambos casos lo único que podemos considerar real es la injusticia. Si aplicamos el menor toque de razón, todas las acusaciones de Epping se disuelven hasta la nada.

Desafío aquí a cualquier persona cuerda a explicarme por qué metieron en la cárcel a esa mujer. O por ser pobre o por estar enferma.

Ahora el suceso de Epping se reproduce, nada menos que en el altísimo Tribunal Constitucional, que le otorga fuerza de jurisprudencia. La célula de resistencia a la opresión ha sido golpeada y ningún político abre la boca para protestar. No sé si es más grave el ataque a la familia o el silencio cómplice por ese ataque. O empleando palabras del propio Chesterton, somos pueblos que hemos perdido la capacidad de quedarse atónitos ante sus propias acciones. Cuando dan a luz una moda desmesurada o una ley lamentable no se sobresaltan ni se asombran del monstruo que han parido.

Eulogio López

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