José Manuel nunca supo quién era su padre, lo cual le resultaba ligeramente molesto. Y, naturalmente, su padre jamás preguntó por él. Podía ser cualquiera de los que se topaba por la calle, aquellos seres a los que resultaba indiferente.
Su madre, a quien le habían endilgado el cursilísimo nombre de Vanesa (de lo cual no era culpable en modo alguno), había cumplido con él hasta donde le indicó su instinto maternal, hasta cubrir sus obligaciones naturales con el cachorro. "¿Puede una madre olvidarse del fruto de sus entrañas?", aseguró El Único. Pues al parecer, poder sí que puede, por lo general, bajo la excusa, casi forense, de soledad irresistible.
El caso es que, a partir de entonces, Vanesa abandonó a su suerte a José Manuel, entre otras cosas porque, con tal de sentirse acompañada, se fue a vivir con un divorciado, que aportaba dos hijos al concubinato. Supongo que, para esta pobre mujer, era su forma de pagar la protección que creía haber encontrado en su compañero, quien no se ocupaba en exceso de sus propios hijos como para ocuparse del hijo de una mujer con la que no se había comprometido. Cuando pasaron los años, cumplidos ya los 35, se percató de que una mujer no necesita la protección del varón sino su comprensión y estima. Pero ésa nunca la encontró.
Hay vidas que se viven y vidas que son vividas. Vanesa había donado la joya de su hijo a cambio de la bisutería que le habían malvendido, el aditamento de un divorciado que no buscaba amor, sólo proximidad. A partir de ahí, incluso antes de lo que ella misma creía, cayó en una melancolía de la que ya no se recuperaría nunca y que le llevaría a una muerte prematura, joven pero ya desequilibrada por el sufrimiento. Murió en un hospital público, donde su pareja no fue a verla ni una sola vez.
José Manuel nunca se había sentido protegido, así que no sintió la necesidad masculina de proteger, ni a mujeres, ni a niños ni a ancianos. Los hombres sois así: os cuesta comprender, por ejemplo, que virilidad y caballerosidad son una misma cosa. Por tanto, tampoco sintió la necesidad de comprometerse y procrear, que constituye para el varón la forma más noble de hombría. Es la ventaja vital que ofrece la paternidad a padres y madres: el neonato lo exige todo y, a cambio, ofrece la sagrada oportunidad de la entrega sin contraprestación. Pero no divaguemos: quiero decir que José Manuel cumplió la mayoría de edad sin pensar en alguien más que en sí mismo, en ser protegido en lugar de en proteger.
Con ese planteamiento y sin ningún respaldo afectivo, José Manuel era carne de cañón para sus compañeros, en un mundo, el suyo, convertido en un selva. Pronto, José Manuel se convirtió en Josema y su primera experiencia homosexual llegó antes de cumplir los 18 años. Le resultó aún más repugnante que dolorosa. Y lo peor fue que le dejó marcado. Ocurrió poco después de que un grupo de Mossos d'Esquadra, la policía de su Barcelona natal, acudieran en misión pedagógica a su instituto. Explicaron a los chavales lo muy marginados que habían vivido los homosexuales durante siglos, prácticamente desde el primer ciclo evolutivo del simio al hombre, esclavizados por los prejuicios religiosos del pasado oscuro, que había terminado anteayer, aura de la liberación. La visita llegó acompañada de la televisión, naturalmente, y su compañero Joan, uno de los líderes adolescentes del centro, había prometido ante las cámaras, con toda solemnidad, que en adelante sería más cuidadoso con sus palabras para con los raritos y las locas.
Algo ayudó el hecho de que aquellos guardianes del orden y las libertades públicas explicaran, a los alumnos, y a través de ellos a todos los espectadores, que la homofobia era un delito perseguible y perseguido. También les dijeron que ya existían unidades de policía especializadas en la persecución del homófobo en las ciudades más progresistas de Europa, tales como Berlín, Londres… y Barcelona. Por si no había quedado claro: que la tolerancia con sangre se escancia.
Así que Josema, más que apuntarse al respeto, se apuntó a la sodomía pues, aunque seguía siendo pecado, ya no era delito sino algo políticamente correcto y socialmente aconsejable. Además, le protegía la ley y las fuerzas del orden.
Nunca dejó de sentirse un objeto pero, al menos, ya no tenía que decidir. Por fin había conseguido liberarse de su libertad, pesadísima carga que puede ser evitada si la persona abdica de su condición. O sea, la historia misma de vuestra modernidad. Es maravilloso porque, con la libertad, también desaparece la responsabilidad.
Un abogado se encaprichó de aquella carne fresca y se lo llevó a su bonito apartamento del Ensanche y Josema se dejó comprar. No tenía que preocuparse de crear nada ni tan siquiera de ganarse la vida. Nadie dependía de él, así que pudo dedicar a sí mismo todo su tiempo. Descubrió que no había leído un libro en toda su vida pero que, a cambio, era muy hábil con el ordenador y a ello se aplicó en sus interminables ratos de ocio. Aquel aprendizaje autodidacta frente a la máquina le convirtió en un ser absolutamente introvertido, un verdadero huevo duro, impenetrable, que sólo se relacionaba con la humanidad a través de las redes sociales.
Vivía para su ordenador que, al revés de los que ocurría con las personas, jamás se rebelaba. Se sumergió en el mundo de la máquina, tan ajeno al de los seres humanos. Las relaciones personales le resultaban arriesgadas y desagradables. Josema no conocía otro mundo que aquél, una antítesis del mundo real, regido por el compromiso que siempre exige el otro, especialmente quienes lo niegan.
Pero aquel aprendizaje ante el ordenador le convirtió en un espléndido diseñador gráfico y comenzó a trabajar para el grupo periodístico de La Vanguardia, el diario más conocido de Cataluña, desde su propia casa. Bueno desde la casa de su negrero. Era realmente bueno en lo suyo y el Grupo Godó disfrutaba con aquel creativo tan original, verdadera perita en dulce para una empresa editora del siglo XXI, todas ellas regidas por el principio de que la mejor ideología es la ausencia total de ideologías. Josema nunca pretendía defender su cosmovisión porque no tenía cosmovisión alguna que defender. Lo suyo era la forma, jamás el fondo de las cuestiones. Y encima era un trabajador externo, ajeno a la redacción y a la gestión: la empresa no se comprometía con él salvo a la hora de remunerarle y él no se comprometía con la empresa. No hubiera podido escribir una sola línea sobre Internet pero usufructuaba la red como pocos: lo suyo era todo práctica sin teoría alguna.
Encima, no creaba problemas con sus opiniones porque ni tenía opiniones ni pisaba la sede social. Teletrabajaba, sin reclamar horarios ni prebendas y sin pedir que valoraran su trabajo ni un puesto en la jerarquía laboral: el trabajador ideal para un empresario.
Pero en el interior de su huevo duro Josema sí le daba al magín. Sabía por experiencia que el universo sodomita no hace otra cosa que calcar el modelo heterosexual. Pretendían el amor eterno aunque fuera por un mes, así como sustituir la familia por el remedo del homomonio y la adopción por la procreación. Vamos, que no en vano los hijos de Adán os referís a vuestros genitales como "vuestras partes nobles". En verdad lo son, y os aseguro que lo único que os envidiamos los ángeles es vuestra capacidad generativa.
Pero una de las grandes virtudes de Josema era su esfuerzo constante por no engañarse a sí mismo. Sabía que el amor es donación y que sólo hay dos formas de vivir: o tiras de los demás o intentas que los demás tiren de ti. Y no hay que ser muy listo para concluir cuál de esos dos caminos de este valle de lágrimas conduce a la felicidad.
Y era muy consciente de que tener un hijo es cargar, no con los problemas del otro, sino con toda la vida del otro. El niño es un ente independiente que accede al mundo con el sano objetivo de asombrarse ante su magnificencia y a disfrutar de ese mundo gracias al esfuerzo de sus padres a los que, en contraprestación, posibilita la clave de la existencia: entregarse a otro. Y, claro, para acceder a ese prodigioso mundo de la paternidad, se necesita un hombre y una mujer. Pero él era lo que era, por tanto, en las charlas con su mantenedor se conformaba con fingir que el amor era un imposible, que es como los hombres calificáis aquello por lo que no estáis dispuestos a luchar.
Otra de las consecuencias de no vivir pendiente del cónyuge y los hijos es que se dispone de mucho tiempo libre y el tiempo libre tiende a convertirse en tiempo muerto. Cuando la cabeza se clonaba con la pantalla del computador, Josema se dedicaba a curiosear por las calles de Barcelona, especialmente aquellas terribles tardes de domingo, que no se han inventado para quien carece de familia de la que ocuparse.
La noche anterior, tras una deprimente sesión de lo que en su ambiente llamaba sexo ciego, y donde la borrachera duró hasta la alborada del domingo, la repugnancia alcanzó tal grado que Josema se propuso romper con todo. A fin de cuentas, su amor ya se había cansado de él y le había llamado parásito y "subnormal", uno de sus insultos favoritos. Aquella sexualidad anal, le secaba la lengua. Se había convertido en un hábito maligno: lo anhelaba y, al mismo tiempo, le producía arcadas. "Lo mejor es mantenerse virgen", se decía, presa de un reconcomio que le ahogaba.
En estas andaba, cuando pasó por el pórtico de una Iglesia, en plena Diagonal barcelonesa. Estaba abierta y sin saber por qué entró en ella. Un templo como el que había visto en los cómics: de piedra grande y cuidada, con esa sensación de frescor que producen los templos clásicos. Al fondo, un imagen de mi Señora Miriam, en posición sedente, con el niño en su regazo. Una imagen que a Josema le pareció preciosa, con toda la fortaleza de la dulzura. Le costó identificar a quien representaba porque en la España del siglo XXI una persona, incluido un doctorado, puede vivir sin tener ni tan siquiera un mínima noción de quien es Cristo.
Se sentó en un banco. El ambiente resultaba refrescante y, sobre todo, silencioso. Se encontraba a gusto pero sentía que algo tenía que hacer para no llamar la atención de los fieles que aguardaban a que diera comienzo la Eucaristía. No podía saber que los templos católicos se distinguen por eso: no es una puesta en común sino un conjunto de diálogos bidireccionales. Debe ser el único lugar público en el mundo actual en que en el que las personas coinciden sin la necesidad de aparentar que están haciendo algo útil.
Pero él no lo sabía, así que cogió una de esas hojas volanderas que se imprimen cada domingo para la feligresía que prefiere leer a escuchar. Josema comenzó al leer la negrita, que siempre resulta más cómodo. Decía así: "Hijitos, todavía estoy con vosotros. Me buscaréis y no me hallaréis. Me buscaréis y, como dije a los judíos: a donde yo voy, vosotros no podéis venir; lo mismo os digo ahora a vosotros".
A Josema le gustó aquello de 'hijitos'. A él nunca nadie le había llamado así. Es una expresión que sólo diría un padre a su hijo pequeño, pero a él nadie le había tratado como un niño pequeño sino con un interés depredador. Sí, nunca se había sentido pequeño. No había tenido padre y su madre no había ejercido de madre. Al menos, él no lo recordaba. Pero aún resultaba más sorprendente que a Josema no le hubiera chocado la expresión: hijitos. La más apropiada para un Dios todopoderoso que se dirige a sus creaturas más endebles y más preciada, lo mismo que una madre con su bebé.
Pero lo que leyó a continuación le sorprendió mucho más. Había retrocedido al lado izquierdo de la hoja y se topó con estas palabras: "Ví un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido y el mar no existía ya".
Al parecer, existía algo mejor que su mundo viscoso y que al hastío que empujaba a tantos de su círculo hacia el suicidio: "Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del Cielo del lado de Dios. Ataviada como una esposa que se engalana para el esposo".
Pero lo mejor estaba por llegar: "…y el mismo Dios será con ellos y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado".
Aquellas palabras databan de muchos siglos atrás, pero parecían hacer sido escritas para él, porque todo su universo homosexual estaba teñido de melancolía, preñado de desesperación. La muerte atrae al homosexual tanto como la teme. Pero allí le decían que otro mundo era posible, no sólo posible, sino inmediato: "He aquí que hago nuevas todas las cosas".
Josema se apuntó al nuevo mundo. Volvería a ser José Manuel y, sin necesidad de que nadie le indicara el camino a seguir, supo entonces, sin asomo de duda, lo que tenía que hacer.
A fin de cuentas, no sucede todos los días que los hombres leáis algo con sentido.
Eulogio López