Érase una vez un país donde gobernaba un señor cuyo principal deseo era eliminar toda huella de Dios de las mentes de sus ciudadanos. Para lograr su objetivo, se vistió de una sonrisa constante y adornó su vocabulario con bellas palabras, tales como diálogo, talante o libertad. Surtió efecto y muchos lo siguieron, viendo en él algo así como un libertador.
Comprobado su triunfo, se creció aún más y empezó por los niños. Era imprescindible que los niños no aprendieran quién es Dios, así que se empleó a fondo para suprimir la asignatura de Religión en los colegios. Mucha gente reaccionó y fueron a hablar con él para que no lo hiciera. Pero él no les quiso escuchar. Después se adueñó de algunos medios de comunicación y los utilizó para convencer a la gente de que la Iglesia de Dios es opresora y coarta las libertades, porque no permite que las personas hagan lo que quieran y cuando quieran. Algunos le creyeron, alejándose de Dios, lo que les llevó a vivir una vida sin esperanza. Aumentaron las depresiones y los suicidios, considerando que sus vidas no tenían sentido.
El tercer paso fue negarse a restaurar aquellas catedrales e iglesias antiguas que hablaban de las raíces cristianas de un país que, un día, se enorgulleció de serlo, enriqueciéndose por ello de una historia caballeresca que fue la envidia de muchos. A esto le siguió la aprobación de una ley que permitía casarse a los hombres con hombres y a las mujeres con mujeres, abriendo ante ellos la posibilidad de adoptar niños y, como consecuencia, más manipulación genética para poder tener hijos medio-biológicos. Esto perjudicó gravemente a las familias, porque el valor intrínseco que un matrimonio tiene de por sí, que es la unión entre un hombre y una mujer, complemento perfecto para dar vida a otro ser, se vio reducido e igualado a otro tipo de unión imposibilitado de procrear por no ser natural. Esto desencadenó que la mayoría de familias de ese país, que no estaban de acuerdo con esta ley, fueran a hablar con el señor que gobernaba. Pero él no les quiso escuchar.
El Rey de ese país no quería muchas complicaciones y anunció que no se opondría a esta ley. Al ver tanta obcecación, la gente que había dejado de rezar comenzó a hacerlo, las Iglesias se llenaron y Dios sí les quiso escuchar. ¿Y qué sucedió después? Te lo contaré mañana...
Patricia Bausá Cardellach