Con la investidura de Pedro Sánchez, y con las tertulias periodísticas generadas alrededor del solemne acto, se ha dejado ver otra vez. Vivimos un doble divorcio: entre los periodistas y el pueblo y entre los políticos y el pueblo (vamos bien: todo empieza por ‘p’).

Los periodistas somos muy cobardes y no nos atrevemos a salir de lo políticamente correcto, justo lo que nosotros ayudamos a crear. Se ve en las tertulias. Las discrepancias solo se admiten en cuestiones menores: una discrepancia mayor, salirse del rebaño, por ejemplo en cuestiones éticas, resultaría suicida: no te invitan más. Por eso no se habla de ética en las tertulias periodísticas.

Lo de los políticos es peor. La clase política es fruto de la ley electoral. Cuando Pedro Sánchez presume de mayoría está mintiendo. Y el resto lo mismo. Primero porque un voto no vale en Madrid lo mismo que en San Sebastián, sino mucho menos. Segundo, porque salvo los afiliados -y aún ahí tengo mis dudas- la inmensa mayoría de los votantes se acercan a las urnas con la nariz tapada y para votar el mal menor.

La razón del divorcio es la misma en ambos colectivos: tanto políticos como periodistas se atienen a lo políticamente correcto, al pensamiento único y dominante, porque somos cobardes. El pueblo, al menos cuando no tiene un micrófono delante, no. Al pueblo no le importa el rigor, le importa la verdad. No porque sea mejor sino porque no se juega su salario mintiendo.

Por eso, ambos, políticos y periodistas odian tanto las redes sociales. Desde luego son más vulgares, y posiblemente menos rigurosas, pero también son más sinceras. Y la definición de sinceridad es aquello que los políticos y periodistas, actores del tinglado de la antigua farsa, son incapaces de afrontar y de ser. Como la gente del mundo del espectáculo, siempre estamos actuando.

Deberíamos ganar en humildad.