Sr. Director:

Transformada la Navidad en unas vacaciones de invierno con regalitos, olvidando a Aquél que fue el auténtico regalo para la humanidad, nos va quedando la Semana Santa como la única fiesta cristiana esencialmente religiosa en su significado y en sus manifestaciones populares. 

Y esto provoca llamativas incoherencias entre bastantes políticos e influyentes personajes que el resto del año no ocultan su agresivo e irreverente laicismo. Pues es durante las celebraciones de estos días, cuando muchos de esos a los que tanto les molesta la presencia de la cruz en despachos, escuelas y en cualquier lugar que no sea el cerrado interior de un templo, se afanan por aparecer públicamente delante de todas las cruces. ¡Todo vale con tal de darse un bañito de multitudes! Y como no pueden negar el tirón que tiene esta fiesta entre la gente (y mal que les pese, también entre ellos), no se oponen y hasta la defienden... Pero como una “fiesta del pueblo”, intentando confundir la religiosidad con meros sentimientos estético populistas, y añadiendo la demagogia de que se trataría de una celebración de la que se habría apoderado la Iglesia.

Algo que suena muy progre, pero que basta con acercarse a las Hermandades (y más aún a las de barrio) para comprobar que no se sostiene. Pues en efecto: es el pueblo quien las integra y gobierna, pero en unión con la Iglesia donde espiritualmente se nutren y radican.

En realidad lo que ansiarían estos furibundos laicistas sería disponer a su gusto de las Hermandades para transformarlas en ¡sabe Dios (con perdón) qué invento! Aunque, si observamos que muchos de ellos son los mismos que defienden la memoria de aquellos que quemaban iglesias con Cristos y Vírgenes dentro, reconozcamos que en algo se ha avanzado.