No hay premio sin esfuerzo, no hay resurrección sin muerte previa
Cuando alguien le llamaba dogmático, Gilbert Chesterton solía responder que sólo conocía dos tipos de personas: los dogmáticos que saben que lo son y los dogmáticos que no saben que lo son.
Tenía toda la razón. La existencia no es posible sin dogma por la sencilla razón de que el hombre es un ser creado, que no puede dar razón de su existencia: le pusieron aquí, apareció en el mundo, sin que tan siquiera nadie le pidiera permiso para ello. Su pensamiento nunca es original porque no es origen de nada, no puede crear porque no sabe, así que se dedica a producir sobre lo ya creado por el único Creador: Dios.
Sólo la necedad modernista puede aceptar el camelo -y el canelo- que se ha forjado con la supuesta autosuficiencia del hombre, como si alguien les hubiera pedido opinión sobre su estancia en este mundo.
Pues bien, de nuestros progresistas de ahora mismo puede decirse algo paralelo y a la España actual, cada día más progre, aplicarle idéntica paradoja: los progresistas pretenden la resurrección sin muerte, lo que no es posible y que encima alberga el peligro añadido de acabar en muerte eterna, sin resurrección.
De otra forma se cae en la tendencia que define a las sociedades degeneradas: un ansia siempre creciente de un placer siempre decreciente
No es teología también es, un ejemplo entre muchos, economía. Sin esfuerzo no hay bienestar, ni individual ni social, y la riqueza no se puede repartir si antes no se crea. Por tanto, el que crea riqueza no debe ser repudiado y el que colabora con el que la crea no debe recibir derechos más o menos aplicables, debe ser pagado en euros.
Otra derivada del mismo principio de que no hay resurrección sin muerte previa. A los españoles, al menos a la gente adulta, no hay que cuidarla hay que dejar que se cuide ella misma, que ya es mayoría y, sobre todo, es libre. No hay que darle un pez, tampoco enseñarle a pescar, basta con permitirle que pesque y no impedírselo con normas estúpidas.
Recientemente un ganadero recordaba que la culpa de los incendios no es el cambio climático, una razón tan genérica, tan obvia, que resulta falsa. La culpa de los incendios es la desertización del campo, que el agricultor se ha cansado de serlo y se ha marchado a otro sitio. Recuerden: el hombre no desertiza la naturaleza, la fertiliza.
No hay premio sin esfuerzo, no hay resurrección sin muerte previa. Todo el actual discurso sobre derechos absolutos e interminables, que se poseen sin esfuerzo y sólo por el hecho de haber sido promulgados en el Boletín Oficial del Estado, no conducen a otra cosa que a la frustración. Nada se gana sin esfuerzo y, además, eso hace el premio mucho más agradable.
De otra forma se cae en la tendencia que define a las sociedades degeneradas: un ansia siempre creciente de un placer siempre decreciente.
No hay muerte sin resurrección: ni en las personas ni en los pueblos.