La muerte, el jueves y a los 78 años, de uno de los mitos y pieza clave de la época dorada del pop, Marianne Faithfull, desvela el amargor que a veces lleva implícita la fama y el éxito.
Se la evoca hoy como icono de la canción y el teatro del Reino Unido, modelo actual de la superación de las adicciones e, incluso, símbolo del feminismo. Pero es inevitable el recuerdo de ella como “apta para contar en qué existe el infierno”, tras casi una década de “sex symbol” como amante de unos “desmelenados” Mick Jagger o Keith Richards,en los grandes años de los “Rolling Stones”, y una decena de años en la que, dependiente de la heroína y transfigurada físicamente, llegó a vagabundear por la City londinense. De todo ello pudo salir y supo recomponerse como cantante de élite británica y actriz cotizada en los escenarios teatrales del West End de Londres. “Broken English” o “Strange Weather” son títulos que rompían con el pasado traumático y doloroso, dejaban atrás a la delicada cantante de los años sesenta del pasado siglo y sus melificas canciones del inicio. Sus nuevos éxitos -ya en el siglo XXI- mostraban una mujer decidida, con voz más ronca en sus canciones de Nick Cave Warren Ellis o una actriz convincente en Shakespeare. Se consideraba su trabajo, como “superviviente del caos”, con una nueva figura y ritmos dulces de Angelo Badalamenti, como “She”. Una rotura de cadera y las secuelas del Covid perjudicaron su salud y la hicieron más débil, hasta su muerte, que le llegó con un respeto reconocible en la opinión pública, que valoró definitivamente su rebelión contra las adicciones y la lucha por sobrevivir.