Me comentaba una madre finlandesa, por supuesto divorciada, por supuesto agobiada por la plaga permanente de suicidios en aquel país rico y civilizado del norte de Europa, por supuesto mujer agnóstica... que había llevado a sus hijos, cuando eran pequeños, a una iglesia católica -sólo consiguió encontrar una en el centro de Helsinki- para que aprendieran cultura católica... por si acaso.

La cosa no funcionó, claro, por la confusión lógica entre religión y cultura. Digo lógica porque es natural que se confundan dos fenómenos que poseen la misma raíz semántica: cultura es culto y culto es cultura. La religión no sólo consiste en cumplir una serie de normas morales sino que, además, ofrece una cosmovisión, que es lo primero que necesita el hombre para ser feliz: un sentido para su vida, que es la base de su cultura.

Ahora bien, religión no es erudición, se parece más a la sabiduría, don del Espíritu Santo que engloba otros dones y elementos humanos como el entendimiento, la ciencia, la inteligencia y el criterio.

Y con todo este ‘introito’ lo único que quiero decir es que vivimos en la Europa de las iglesias vacías. La cuna del cristianismo, única religión verdadera, por tanto, única religión sabia, fue Jerusalén. El culto judío se hizo cultura al asumir el pensamiento griego, que se extendió por todo el mundo desde Roma. Así anidó en Europa, que después evangelizó al mundo, en especial desde España. La historia de España es la de una potencia misionera por sobreabundancia de fe. Sí, hablo del pasado y algún malintencionado podría recordarme aquello del ‘tuve tuve no, tengo tengo’.

Pero ahora, en 2022, tenemos la Europa de las iglesias vacías. En Países Bajos, cómo no, se vive un proceso desacralizador de templos, proceso que a veces creo perfectamente planificado: abadías egregias convertidas en restaurantes y los pocos templos que quedan abiertos han sido trasformados en receptáculos para turistas o, sencillamente, vacíos. ¿Cuántos europeos de hoy no han entrado jamás en una iglesia?

Adorar la forma consagrada consiste en que cada fiel se pone delante de esa custodia para hacer... ¡lo que le venga en gana! No hay oración vocal: opera el “amar mirando y mirar amando”

¿Cómo darle la vuelta a todo esto? En mi opinión con la adoración eucarística. Se nos ha olvidado que la más primaria relación del hombre con Dios es la adoración -ya no sabemos ni cómo se hace-, a ser posible en su modalidad de ‘seven eleven’: 24 horas al día, 365 días al año en turnos de una hora. La adoración carece de liturgia y tengo para mí que los empeñados en otorgársela deberían cesar en su empeño. Adorar la forma consagrada consiste en que el Santísimo se enseña en la custodia y cada fiel se pone delante de esa custodia para hacer... ¡lo que le venga en gana! No hay oración vocal, no hay fórmulas predeterminadas, opera el “amar mirando y mirar amando”. Y si tampoco eso opera me es igual: en cuanto el hombre se sitúa delante de la forma consagrada... ¡cuidado, amigo!, puede ocurrir cualquier cosa. Una hora ante la Custodia, sin ningún propósito inicial... ha cambiado muchas vidas.

Creo que esta es la forma de recuperar la fe en una Europa de templos vacíos. Templos preciosos pero no podemos vivir en una iglesia de piedras preciosísimas en la que faltan almas.

No estaría de más que desde las alturas eclesiásticas se promocionaran las adoraciones perpetuas. Entre otras cosas porque ya se percibe, desde dentro de la Iglesia, un ataque a esa ‘solución’, un intento de suprimir las adoraciones, como la suprimida en el Sagrado Corazón del Monte Tibidabo de Barcelona, que era la más antigua de España. Ahora el título de decana de las adoraciones españoles ha pasado a Cachito de Cielo, en la madrileña calle de Belén.

Recuerden la conseja: no eres pequeño porque los demás sean grandes, eres pequeño porque Dios es grande. Necesitamos escuchar a Cristo, a ser posible en el templo, a ser posible ante la Custodia. O eso, o la Europa de las iglesias vacías.