Con el celibato sacerdotal lo mismo: no hay que reducir la exigencia sino aumentar el amor
Mantener la maravilla del celibato eclesiástico ha sido uno de los muchos pulsos que ha tenido que mantener la Iglesia católica en la actual crisis. Como aseguraba cierto obispo en una reunión ecuménica, con presencia abundante de protestantes: "Aquí tienes que andarte con mucho cuidado porque te presentan a un reverendo y luego éste te presenta a su señora".
Karol Wojtyla contaba así ese reto, según las notas de Joaquín Navarro-Valls recogidas en el libro Mis años con Juan Pablo II: "El padre Magee, que fue secretario de Pablo VI, me contó cómo el Papa vivía el drama de los sacerdotes que pedían ser dispensados del celibato. Pablo VI llevaba aquellas largas listas a la capilla y casi lloraba.
Recuerdo la primera vez que me trajo Seper (Franjo Seper, prefecto de la sagrada congregación entre 1968 y 1981) la lista de los sacerdotes que pedían la dispensa. Cuando vi aquello, le dije: 'yo no puedo firmar esto. Sencillamente, no puedo firmar'. Él me contestó: 'bien, se lo agradezco'. Le comenté que había que elaborar con calma unos nuevos criterios y esperar un tiempo.
Pasaron dos años y esta anécdota se difundió en la Iglesia. Luego llegaron menos peticiones. Simplemente, no se puede aplicar a los sacerdotes un criterio para la dispensa distinto de los aplicados, en el caso del matrimonio, a la estabilidad del vínculo matrimonial".
El celibato sacerdotal, de hecho o de derecho, no deja de ser una trampa diabólica. Se ha hablado de dulcificar la exigencia, cómo no, en el Sínodo de la Sinodalidad sinodalizada, aunque el Papa Francisco, en su habitual estilo de dos pasos adelante uno atrás, ha dejado claro que la soltería es materia nuclear del sacerdocio católico. Pero el celibato sacerdotal no debe romperse jamás porque constituye la demostración más científica del poder de la gracia. Claro que se puede vivir sin copular, si se sabe amar. En primer lugar, por amor a Dios, claro está, pero también porque quien no sabe qué es amar a la criatura es quien no entiende el amor tampoco entenderá el 'celibato' matrimonial. El matrimonio tampoco es un aliviadero ni así lo pretende todo aquel que sabe querer.
En cualquier caso, eso de "quiero seguir siendo cura para poder seguir cobrando el estipendio". San Juan Pablo II tenía toda la razón: no se puede abrir para los curas lo que está cerrado para los laicos. Por ejemplo, la infidelidad, a Dios o a la propia esposa que, a estos efectos es lo mismo.
Y curioso resulta que, con el cleibato, vuelva a mostrarse otra de las leyes de la historia eclesial: cuando la Jerarquía se mantiene fiel a la doctrina, la doctrina cobra fuerza. Es decir, si te mantienes fiel a la ley de Dios y no las diluyes para hacer fácil su cumplimiento, la gente responde, pero si lo pones fácil la gente acaba por abandonarte. ¿A quién puede entusiasmarle un compromiso facilón?
Recuerden lo que le ocurrió a cierto párroco de la periferia madrileña. Le llegó una mujer con dos hijos que convivía con quien no era el padre de sus hijos. Pide acceso a los sacramentos y el párroco se lo deniega por su situación irregular. Ella se enfada muchísimo y se va dando un portazo. A los pocos días, regresa y le dice:
-Siento el enfado pero es que como ustedes -los curas- lo han ido poniendo todo tan fácil...
Y el párroco le contestó:
-Bienvenida hija, pero antes, ¿qué hacemos con el pájaro?
Pues con el celibato sacerdotal lo mismo: no hay que reducir la exigencia sino aumentar el amor.