El Parkinson le había diezmado durante los últimos años de su vida pero no por ello Juan Pablo II dejó de cumplir su papel hasta el final, al grito de "Cristo no se bajó de la cruz"
La pandemia nos ha convertido en unos blanditos: hipocondriacos, histéricos, quejumbrosos, egoístas...
Karol Wojtyla no era un tipo blandito. En la etapa final de su vida, físicamente mermado hasta la extenuación, con la muerte próxima, recibió a un directivo del Opus Dei en el Vaticano, y le habló de infancia espiritual: vuestro fundador, (San José María Escrivá), le dijo el Papa, hablaba de que ante Dios él era como un niño que balbuceaba... "pues yo no sólo balbuceo, sino que hasta babeo". En efecto, el Parkinson le había diezmado durante los últimos años de su vida y hasta la baba se le caía, pero el alma seguía en su sitio y con más fuerza que nunca. Ahora bien, no por ello dejó de cumplir su papel hasta el final, al grito de "Cristo no se bajó de la cruz".
Buen ejemplo en tiempos de Covid y de blanditos.
Además, Wojtyla mostraba retranca para eso y para mucho más. Cuando un obispo español acudió a Roma y le vió tan desmejorado, una sombra del "atleta de Dios" que fue, se le saltaron las lágrimas y estalló:
-Santidad, creo que esta es la última vez que nos vamos a ver.
A lo que Wojtyla respondió:
-¿Por qué? ¿Te jubilas?
Dicen los psicólogos que a partir de los sesenta comienza la 'segunda adolescencia'. Es decir, el hombre pierde fortaleza y comienza a quejarse y, sobre todo, a vivir pendiente de sí mismo y no de los demás.
Así que el Covid ha puesto de manifiesto que, cumplidos los sesenta, hay que elegir entre la segunda adolescencia y una ancianidad digna. Y ahora que vivimos más años, con más razón.
A partir de los sesenta... y antes también. Porque la quejumbrosidad, la culpa la tienen siempre los demás, se ha convertido en la marca de nuestro tiempo.