Adentrados en la Cuaresma, nos toca hacer un repaso profundo a nuestras vidas, de las propias y de las ajenas. Ponernos cara a Dios y preguntarnos por nuestra comprensión hacia los demás, si evitamos juicios negativos, cuántas veces disculpamos los defectos ajenos, cómo es nuestra preocupación positiva por los demás, incluso por nosotros mismos… No se trata de psicoanálisis, sino de la batalla interna que libramos a diario con nosotros mismos y que precisamente estos días nos ayudan a poner en la lupa para realizar nuestras potencias de cara a ganar el cielo con honestidad, no por el simplismo del buenismo reinante, ese que espera porque como Dios es bueno nos lo regala, pero que también es justo, ¡infinitamente justo!

Sucede que, en estos tiempos de negacionismo del Dios que nos ama, ya sea por falta de fe en una vida eterna e inmejorable en el más allá, nos lleva a pretender una vida cuanto mejor acá, lo que nos hace apuntar bajo, muy bajo, en nuestras ambiciones que, por demás no son más que las bajezas del ser humano, que cuanto más alejados estamos de Dios más nos hace parecer animales, sin más relevancia que una inteligencia creativa. Nuestros objetivos son tan planos que no pasan de dar gusto al cuerpo, la comodidad de vivir sin problemas y ser famoso en Tik-Tok.

La revolución de la ternura que rompe con el individualismo triste y el nihilismo asfixiante

La fe, la doctrina católica, nos previene de esas facilonadas humanas. Nos invita a no vivir de sensaciones, que son cambiantes según las circunstancias o las modas, si no de fe. El Papa Francisco nos habla de la revolución de la ternura que rompe con el individualismo triste y el nihilismo asfixiante que nos aleja de los demás y nos concentra tanto en nosotros mismos que confundimos el todo con la parte, porque, por ejemplo, el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional para que se convierta en parte de nuestro ascenso como persona. Confundimos pasarlo bien con la felicidad, el amor con el sexo y comer bien con lo vegano.

La Cuaresma es la puerta estrecha que nos lleva a los salones de la felicidad. Una puerta que muchos prefieren no cruzar precisamente por su estrechez y que prefieren quedarse fuera, unas veces con buen tiempo, aunque la mayoría sea con frío o calor, pero que nunca depende de él. Es corriente que los que decidieron no pasar por la puerta estrecha, se pregunten con odio dónde está Dios ante las desgracias personales o sociales, y que también sean los que hasta ese momento estaban lejos de Él. En esa misma línea de continuidad, los demás podríamos preguntarles dónde estaban ellos cuando según ellos Dios estaba desaparecido. Incluso, yendo más allá, por qué ahora exige a Dios su deseo personal cuando es posible que desde hacía tiempo le despreciaba porque consideraba que ir a misa los domingos era un rollo; la castidad, una memez retrógrada y la caridad, cosa de monjas y meapilas…

El hombre, y con él la sociedad, quiere planificar, adelantarse a los tiempos, busca la coherencia de vida, y otra vez el cristianismo se convierte en modelo de contradicción. Nos pide que confiemos en Dios basando nuestro empeño en la fe y la esperanza, dos virtudes teologales y de esencia sobrenatural, cuando vivimos en un ambiente de cientifismo calculado. Sin embargo, en el desquicio de la soledad acaban consultando las cartas y los posos de café de las brujas esotéricas. Además, para colmo, el mismo Cristo expone su plan de negocio para llegar a ser feliz: las bienaventuranzas, culmen absoluto de la paradoja continua que rompe con toda lógica humana.

Los jóvenes prefieren vivir el día a día porque el mañana para ellos no existe. Los padres prefieren condonar sus principios por miedo a que los hijos les digan que no les quieren

Y frente al descreimiento social, que lleva al hombre al abandono de Dios en lo más profundo del trastero del amor humano, la Iglesia sigue apostando por la revisión de nuestra vida, nuestros pensamientos, los objetivos, los propósitos de nuestros caminos cada día más difusos. Está en nuestras manos. O buscamos valientemente el Amor de Dios que nos lleva a descubrirle, o preferimos aislarnos en el individualismo temiendo que nos hagan daño. Pocos saben que el peor dolor es el miedo al dolor, y más que el dolor mismo. Y la sociedad, en una espiral de ensimismamiento, provoca más dolor intentando ocultarlo en vez de preparar a la persona a asumir lo inevitable como parte de la vida. A los niños se les oculta la existencia que de la muerte, la enfermedad, la pobreza y el hambre. Los jóvenes prefieren vivir el día a día porque mañana para ellos no existe. Los padres prefieren condonar sus principios por miedo a que los hijos les digan que no les quieren. Y a los viejos, que no se preocupen, siempre les quedará la eutanasia.

Es la Cuaresma la puerta cierta, la de puerta estrecha, pero solo es nuestra libre voluntad quién nos hará andar por la senda angosta que nos llevará definitivamente a la Resurrección.

La agonía de Cristo (Sekotia) de Tomás Moro. Quizá una de los tratados más sencillos y profundos que se han realizado de la Pasión de Cristo en relación con nosotros mismos. Posiblemente esa afinidad Cristo-nosotros también implicada por el santo, se debió a las circunstancias en las que las escribió, en la Torre de Londres, a pocas semanas de que le cortaran la cabeza. Por cierto, fue una obra inacabada por Moro, que remató su yerno, una vez reconvertido al catolicismo.

Colección completa 5 títulos (Homolegens) de Beata Ana Catalina Emmerick. Contiene cinco libros con todas las visiones que recibió como una gracia especial en sus dos últimos años de vida, entre las que se encuentra La amarga Pasión de Cristo, obra que inspiró a Mel Gibson para su película La Pasión. Catalina Emmerick fue beatificada por el papa Juan Pablo II el 3 de octubre de 2004.

Cristo en su pasión (Cobel) de José Fernando Rey Ballesteros. Bajo esta premisa “deberíamos considerar cómo estamos más necesitados de recibir amor que de entregarlo”, el autor se adentra en un libro inmenso de más de cuatrocientas páginas. Se trata de un diario de oración personal del autor, en el que brinda al lector la posibilidad de acercarse al Señor como él lo ha hecho, pero en su honestidad avisa que él no puede sustituir tu oración personal.