Por lo general, la imagen de la globalización suelen ser los aeropuertos. En cualquier aeródromo del mundo, al menos del mundo occidental se pueden ver y sentir las mismas marcas, los mismos comercios, los mismos gestos, los mismo modos, las mismas formas, idéntica seguridad, idéntica tecnología y, cada día más, idéntico idioma: el inglés. Los aeropuertos no son microclima, sino el clima que se impone en un mundo global.

Es el imperio de la uniformidad, y la misma forma conduce al mismo estilo de vida y, lo que es más grave, el mismo modo de pensar.

Estilos de vida y modos de pensar que se caracterizan por el agobio oneroso. Todo el mundo anda deprisa, en un aeropuerto pasa del ritmo veloz a la desolación absoluta del viajero a quien se le ha retrasado el vuelo. Nadie pasea en un aeropuerto. O sea corre o se apoltrona en un sillón.

Es el estilo de vida urbano, el de la gran ciudad donde, en genial definición Giovanni Guareschi, un tipo se esfuerza por no perder un segundo sin darse cuenta de que obrando así pierde toda una vida. Y lo más importante ¿cuál es la segunda condición que identifica a los aeropuertos? Que son muy caros, un verdadero robo, al igual que todos los servicios que les rodean. Los que viajan habitualmente en avión no necesitan que les expliquen nada al respecto.

Ahora bien, existe una globalización rural. La de los aeropuertos es una globalización urbana, hacia arriba o hacia afuera, pero la uniformidad también alcanza al mundo rural, más que con el agobio con la carestía.

Por ejemplo, no hay nada como salirse de las carreteras nacionales, un verdadero hervidero de coches y de humanidad (me gusta la humanidad, pero en discretos grupos de a 20, no más) y coger una carretera provincial, y luego un camino local. Días atrás viniendo de la nacional VI perdón A-6, desde que al ministro Cascos le dio por volvernos locos a todos- que une Madrid con La Coruña, pasé por Mota del Marqués. Mota del Marqués es un pueblo horrible, porque está en la carretera y cada día se parece más a una estación de servicio : parar, gastar y marchar. Pero, a ocho kilómetros, no más, de Mota del Marqués, se encuentra un pueblo perdido, de nombre Casasola de Arión, 400 vecinos. Los naturales de la villa, enseñan con mucho orgullo el solar donde estuvo el palacio del Duque de Arión, caballero cubierto ante el Rey, y recuerdan que tanto la UGT, como el Partido Socialista, se fundaron en Casasola antes que en Valladolid, y que fue el mismísimo Pablo Iglesias quien acudió a la localidad para ambos menesteres. No espero que estos detalles impresionen en exceso a las nuevas generaciones pero quiero decir con todo esto que Casasola estaba llamada a ser un poblacho-aldea donde la llegada de un automóvil no reconocido puede ser primera página en la gaceta rural.

Hasta aquí, me dije, no ha llegado la globalización, no señor, con su insoportable agobio y su más insoportable carestía.

Me equivocaba. Me colé en el bar de la plaza (se dice plaza por decir) y pedí un vaso de vino y algún pincho. Esperaba ver aparecer un vaso generoso, de grueso cristal tornasol, acompañado de un buen trozo de salchichón, en recuerdo de la última matanza. Pero no : apreció, en Casasola de Arión, no lo olviden, un señor con el mismo aspecto cansino de las dependientas aeroportuarias de Aldeasa, con el aspecto de quien tiene algo que reprocharle al cliente por su interrupción, y depositó delante de mí un aprendiz de copa fina, cuyo contenido calculo que podría haber sido llenado un par de decenas de veces con una botella de 70 centilitros. El vino era horroroso y sólo le faltaba una denominación light, pero eso sí, estaba muy bien etiquetado. Luego llegó el acompañamiento fungible: tres toreras, asimismo light, que, más que picar el paladar merodeaban por las encías con la timidez propia de quien no se atreve a atravesar el umbral de la garganta. Pero, eso sí, eran tres banderillas de diseño, que en lugar de estar prendidas en un palillo de recia madera, venían ensartadas en un plástico blanco con remate en forma de logo empresarial.

El amable lugareño tardó menos en cobrar que en servir quizás por el deseo de verme abandonar el local permitirle continuar la charla, seguramente metafísica, que le ocupaba en esos momentos con otros parroquianos. La cosa fue sencilla: por el mini-vaso de vino peleón y las tres banderillas verdes con pomo blanco, me cascó 3 hermosos euros, una moneda cuyo espíritu global no precisa glosa, y un precio que hubiera podido conseguir por el mismo producto en Madrid, si no en el Ritz, sí en una cafetería de tipo medio.

Es la globalización rural, la globalización a la inversa, que no sólo llega al Aeropuerto de Barajas, sino a Casasola de Arión, provincia de Valladolid, según se mira a Palencia. No vean el agobio que produce la carestía, porque para afrontarla, hay que sufrir el agobio de trabajar cada vez más por cada vez menos retribución.

Y allí, justamente en Casasola aprendí en qué consiste ese fantasma esquivo pero omnipresente de la modernidad globalizadora. La modernidad es uniformidad aburrida e inflación agobiante. Antes le llamábamos histeria, ahora globalización. Si no llego a parar en Casasola de Arión ni me entero. Le estoy muy agradecido.

Eulogio López