La guerra civil siria fue un conflicto armado que se inició en Siria tras las protestas antigubernamentales de 2011. Dichas protestas derivaron en enfrentamientos entre las Fuerzas Armadas del país y la denominada oposición siria, la cual incluye varios grupos terroristas, algunos de ellos islamistas.

Además de acabar con la vida de entre 300.000 y 470.000 personas, el conflicto ha desencadenado una crisis humanitaria. Para 2016, de los 22 millones de habitantes del país, más de la mitad se vieron obligados a huir (13 millones y medio de estos desplazados internos necesitan ayuda urgente en la actualidad). Además, 4,8 millones huyeron a países vecinos.

El Gobierno sirio de Bashar al Assad cuenta con el apoyo de Rusia —lo considera un país aliado desde tiempos de la Unión Soviética—, la República Islámica de Irán y la organización libanesa Hezbolá. Todos ellos defienden que las manifestaciones y primeras revueltas armadas fueron organizadas y financiadas por Occidente (así como por algunos grupos yihadistas), para precipitar la caída del gobierno y controlar el país, opinión por otra parte respaldada por algunos analistas. La "oposición siria" se encuentra apoyada por los Estados Unidos, Turquía, Arabia Saudí y otros países aliados occidentales y del golfo Pérsico.

En el 2020 la guerra continuaba parcialmente en el noreste del país, particularmente en la gobernación de Idlib. Y en marzo de este año se cumplían diez años del inicio de la guerra.

También desde hace diez años algunos países occidentales han impuesto sanciones al régimen de Bashar al Assad.

Siempre son los pobres los que pagan -repite monseñor Georges-, mientras que los ricos y los que mandan no pagan nada

En ese contexto, el actual obispo de Alepo, monseñor Georges Abou Khazen, señaló: “Perpetuar las sanciones contra Siria significa condenar a muchas personas a la muerte”. Para describir los efectos que producen las sanciones impuestas por los países occidentales contra el régimen de Bashar al Assad en la vida cotidiana de millones de sirios, recoge Fides.

En los últimos días se han producido importantes confirmaciones y ampliaciones, por parte de Estados Unidos y la Unión Europea, de las medidas sancionadoras puestas en marcha por los países occidentales como instrumento de presión sobre los actuales dirigentes políticos sirios. Un portavoz del Departamento de Estado de EE.UU. ha confirmado que Washington no ha aplicado ninguna flexibilización de las sanciones contra el régimen sirio, y que no suavizará su oposición a los planes de reconstrucción del país dirigidos por los aparatos de poder del presidente Assad.

En declaraciones oficiales, los organismos de la UE señalan que las sanciones anti-Assad están calibradas para que no afecten al suministro de alimentos y medicinas. Monseñor Georges, testigo sobre el terreno de lo que ve pasar en Alepo, cuenta otra historia: “La situación cotidiana es en muchos aspectos peor que la que vivimos cuando Alepo era un campo de batalla entre el ejército sirio y las milicias de los llamados rebeldes. No hay medicinas, los hospitales no están equipados con las máquinas necesarias para salvar vidas y faltan productos de primera necesidad, incluidos los alimentos. Muchas personas apenas pueden encontrar el pan suficiente para sobrevivir día a día”.

Una situación que se hace aún más insoportable por la impresión de que el objetivo mal disimulado de las sanciones es precisamente aumentar el sufrimiento de la población, para alimentar el descontento con los dirigentes políticos y perseguir estrategias e intereses geopolíticos jugando con la piel del pueblo sirio. “Siempre son los pobres los que pagan - repite monseñor Georges -, mientras que los ricos y los que mandan no pagan nada. Por eso seguimos diciendo aquí que las sanciones son criminales”.