Después de muchos años apartado de este tipo de sacrificios brutales, el pasado sábado 13 decidí ver, en su totalidad manifiesta, el Festival de Eurovisión. De vez en cuando es bueno someterse a este tipo de flagelaciones. Lo hice con el espíritu propio de quien conoció a alguien de niño, no le ha vuelto a ver en décadas y ahora siente cierta curiosidad por saber qué ha sido de él... y se lleva una decepción tremenda: lo reiterativo se ha convertido en paranoico, lo cursi consciente en orgullosa horterada.

"Sentimos un pellizco" pero no en el corazón. La música de Eurovisión sonaba a rapera, lo que implica la desaparición de la melodía. No cantaban, actuaban

Conclusión primera: el festival de Eurovisión es un producto porno, y verdaderamente, insisto, hortera. Lo de porno es evidente, o debería serlo, si no tuvieramos la insana tendencia a negar la evidencia. Allí todo el mundo enseñaba algo, lo daba todo, como decían nuestras madres: ellas en literal, ellos con una pinta de macarras de extrarradio pero con diseño de alto coste. Eso sí, se mantenía la igualdad: allí ellos y ellas mostraban lo que era posible mostrar con esa presunta "naturalidad" de la pornografía, que consiste en apretar las carnes humanas, de naturaleza flácida. O sea, que no hablamos de naturalidad sino de artificio.

Tengo la sospecha de que este aspecto, la pornografía de Eurovisión, ni se defiende ni se critica, sólo se ignora. Supongo que por miedo, de los unos al debate y de los otros a parecer anticuados: ¡pues es lo más evidente de todo! O enseñaban por abajo, los jóvenes y jóvenas, o por arriba, especialmente las talluditas.

Eurovisión porno... y hortera: todas las escenografías consistían en haces de luz que se cruzaban en un firmamento sin horizonte, un tanto mareante, debido a las dos condiciones que producen vértigo: demasiados cambios sin sentido y, en todos ellos, carentes de significado alguno. 

Al tiempo, se trató de un concurso musical en el que todas las canciones sonaban igual y todas se olvidaban en cuanto el intérprete terminaba. No cantaban, actuaban. ¿Es que nadie se percata de lo evidente? Quiero decir que "Waterloo" no es una pieza de arte pero todos la recordamos. Con el "La la la" o el "Eres tú", ocurre lo mismo.

Tras la actuación de la representante española, un languideciente lamento morisco, yo no sentí, como apuntó la emocionada comentarista, "un pellizco en el corazón" sino en el alma. Aquello sonaba a rap, ese estilo tan profundo que implica la desaparición de la melodía, por tanto, de la creatividad musical. Un detalle: aquello, más que un concurso de canto era un concurso de baile. Buena prueba de ello es que muchos de los ‘artistas’ salían a escena disfrazados de telefonistas, con unos microfónos atado a la cabeza, no sujetos con la mano, con el fin de poder contorsionarse por el escenario, no al ritmo de al música sino al ritmo creciente de su exhibicionismo. 

De hecho, vencieron los suecos, porque su 'tímida' representante, de origen bereber, cuyo atuendo y contorsiones habrían escandalizado a la madame de un burdel, interpretó lo más parecido a una melodía... de todo lo escuchado en el Festival de Eurovisión 2023.

Cualquiera podía haber terminado en el puesto 17... y en el primero. Ganó la canción que más se parecía -tampoco mucho- a una canción

Respecto a la clasificación de España... bueno, cualquier país podía haber terminado en el puesto 17... y en el primero. Insisto: ganó la canción que más se parecía -tampoco mucho- a una canción.

Ahora bien, no me pidan que vuelva a repetir el sacrificio un nuevo año, la experiencia ha resultado demoledora. Supongo que lo mismo les habrá ocurrido a los 12,8 millones de telespectadores que siguieron este bodrio, salvo que reaccionen como José Luis Garci describía a algunos críticos de cine de su época: Entran a ver la película, no entienden nada, se aburren como una ostra y, por esas dos razones, salen de la sala y escriben que se trata de una obra de arte. Pues eso.