Sr. Director:
Hoy en día, por las condiciones sociales en las que se vive en Occidente, las dificultades para la fidelidad se hacen más habituales. Entre otras cosas porque para muchos buenos cristianos casados felizmente por la Iglesia, los modos de vivir, el crearse necesidades de nivel económico, el gusto de viajar, tener todos los artilugios modernos para la casa, etcétera, hace que surjan tensiones. Sobre todo porque es fácil que predomine el egoísmo.
El matrimonio solo tendrá éxito desde el momento en que los contrayentes tengan una intención indiscutible de crecer en el amor. Eso significa pensar en el otro, que es muy distinto que pensar en uno mismo. Significa vivir para los hijos, pensando en lo que les conviene y ser muy conscientes de que no les conviene tener de todo. En un mundo de caprichos, si no estamos al tanto, el desastre está cercano. Desde este planteamiento de generosidad, el matrimonio no es ya solo indisoluble si no que es un matrimonio feliz, una familia feliz. Con una felicidad profunda, que surge de la entrega, de tener a Dios presente, de pensar siempre en lo mejor para el cónyuge, para los hijos, o sea para la familia.
Desgraciadamente el ambiente social no va por esos caminos. Es distinto y genera divorcio. En el ambiente materialista que predomina, esos matrimonios no tienen niños y si los tienen, peor, porque crean pequeños monstruos que van a lo suyo. La tendencia extendida de un trabajo que lo llena todo, unos padres que pasan 10 o 12 horas al día viviendo para su profesión, no para su familia, que tienen relaciones sociales de gran nivel, al margen de los hijos; todo eso, tan presente en la sociedad actual, es un desvarío que en muchos casos lleva a su matrimonio al fracaso.