Sr. Director:


Entre tantos sucesos diarios inquietantes, nos topábamos hace poco con el espeluznante caso de la condena de un boliviano que entre 2014 y 2017 había hecho abortar en tres ocasiones a su hija adoptiva, menor de edad, cuyos embarazos fueron consecuencia de los abusos sexuales a que la sometió desde los 9 años hasta los 19. 

La utilización del aborto para ocultar gravísimos delitos a menores en el seno familiar (o algo así) no es novedad, y episodios hay en que toda una campaña proaborto en un país se apoyó en una violación de una menor donde el padre violador (cuya autoría entonces no se conocía) era el primero en reclamar el aborto para su hija.

En cualquier caso, lo que no se comprende es la actitud del centro o centros abortivos adonde se condujo a la menor repetidamente violada; que, ante el embarazo reincidente de una menor, deberían haber comunicado su situación a las autoridades competentes, sin dar por cierta la versión del «padre» violador, que atribuía cada sucesivo embarazo a un supuesto novio de la niña. 

Una falta de comunicación negligente que sólo se explica desde la defensa del negocio, la frivolización con que tratamos el tema del aborto y la pretensión de su normalización considerándolo incluso como algo positivo pese a ejecutarse sobre menores de edad embarazadas una y otra vez.