Mi felicitación de Navidad no tiene un paisaje nevado, ni un dibujo, ni tampoco un cuadro famoso. Quiero felicitarte la Navidad con una historia, contándote cómo celebraron la Noche Buena de 1936 unos presos de la cárcel de Porlier de Madrid. Y te la voy a contar con las palabras Javier Martín Artajo (1903-1991), que por conocer lo sucedido, por ser unos de los presos de Porlier, lo describe como nadie. Por esa fecha, el 24 de diciembre de 1936, hacía pocos días que habían cesado las grandes sacas de las cárceles de Madrid, que llenaron las fosas de Paracuellos con miles de cadáveres. Pero todavía en la primera Noche Buena de la Guerra Civil cualquier manifestación religiosa en la zona roja, por mínima que fuera como tener un rosario o una estampa, podía costar la vida.

Y quiero felicitarte la Navidad contándote lo que sucedió en una celda de la cárcel de Porlier el 24 de diciembre de 1936, para que el ejemplo de aquellos presos nos sirva para ser mejores, para acercarnos más a Dios, lo que en estos días resulta más fácil, porque Dios se ha hecho un Niño reclinado en un pesebre, al cuidado de Santa María y San José. No es otro el fin de la Historia: que seamos plenamente hombres, que volvamos a Dios, que seamos santos. Todo lo demás es muy secundario y no tiene ninguna importancia.

Un abrazo inmenso. Feliz y Santa Navidad

 

NOCHE BUENA DE 1936 EN LA CÁRCEL DE PORLIER

(Relato extraído del libro No me cuente Ud. su caso. Javier Martín Artajo. Edit. Biosca, S.A. Madrid. 1955, págs. 229-234. Ilustraciones de Antonio Cobos)

“En la camarilla se notaba más animación. El Padre Gorricho, [de nombre Juan María (1889-1960), claretiano] con sus mejillas arreboladas, estaba alegre como las Pascuas deberían serlo. Después de muchos trabajos, había logrado todos los elementos necesarios para celebrar Misa, y aquella noche, en la oscuridad de la celda, diría la Misa del Gallo.

A pesar de comida tan extraordinaria, la animación no brotaba en los corros. El pan, muchos lo comieron ablandado con sus propias lágrimas. Nunca entendieron tan bien los presos la pobreza del Portal de Belén

El vino llegó en un frasco de ‘Elixir Estomacal’; las obleas se las proporcionaron en forma de sellos farmacéuticos; el Misal lo compuso él mismo, en un cuadernillo cuadriculado, donde trasladó, de memoria, la Misa de la Virgen.

Quedó esclarecido que las luces no eran necesarias litúrgicamente, ni tampoco el ara, pero en todo caso, el cáliz -una simple copa de cristal-descansaría sobre reliquias de mártires: la cárcel misma era un inmenso relicario.

Llegó la noche envuelta en niebla. Los amigos se fueron reuniendo en corrillos para hacer mesa común, buscando en los demás el calor del hogar que les faltaba. Cada cual aportó lo que en su paquete había recibido: sardinas y mermelada; leche condensada y mortadela; naranjas y galletas... A pesar de comida tan extraordinaria, la animación no brotaba en los corros. El pan, muchos lo comieron ablandado con sus propias lágrimas.

Nunca entendieron tan bien los presos la pobreza del Portal de Belén

El responsable retrasó aquella noche la señal de silencio. También los milicianos celebraban a su manera ‘la Navidad del combatiente’. Tras la reja del rastrillo se oían risotadas y juramentos.

Este revuelo general vino a las mil maravillas para realizar el plan fraguado en la camarilla primera por el padre Gorricho. A nadie podía extrañar que vinieran a la ‘cena’ algún que otro amigo invitado. Llegaron dos: Eduardo Arias y Joaquín Argamasilla.

Era el primero un gigantón, con gafas de concha, artillero como Ángel, pero ya con la categoría de Coronel, rotundo en sus afirmaciones y optimista incorregible.

Joaquín no perdió su exquisitez ni en la cárcel: fino y cumplido con todos, se constituyó en monaguillo del Padre Gorricho y le ayudó más que nadie a preparar tan gran acontecimiento.

Naturalmente que también fue invitado Ángel [Gil de Alvarado, después P. Alcántara]. De la enfermería a la celda no había que pasar ningún rastrillo, sino que bastaba correr el tránsito, y eso era poca cosa sabiendo lo que al final esperaba.

Sonaron las doce en un campanario de la calle de Torrijos; sentados ‘los de la casa’ junto con los invitados, en círculo sobre las mantas, colocaron en el centro las aportaciones para el banquete común. Realmente aquello parecía el festín de Baltasar. Alguno miraba con inquietud a las paredes por miedo a que apareciera el profético letrero.

El Padre Gorricho, se situó en un rincón, poniendo delante un banquillo cubierto con un blanquísimo pañuelo. Sobre él había una simple copa de cristal.

Fuera, junto a la ventana de la galería, se situó el buen Rogelio en puesto de vigilancia, para evitar cualquier sorpresa.

En la celda de al lado unos milicianos pueblerinos, encarcelados por ladrones, gritaban desaforadamente. Les había llegado una participación del ‘aguinaldo del miliciano’ y lo consumían con gran jolgorio. Por encima del tabique llegaban a la camarilla primera las más horrendas blasfemias que cabe imaginar. Precisamente era el Sacramento y la Virgen las víctimas predilectas de sus bocas infernales.

Ninguna comunión más fervorosa, ni más aprovechada que aquella. Los pastores, es decir, los presos adoraron al Divino Niño en su corazón y, en verdad, antes de agradecer lo recibido, pidieron cuanto necesitaban…

Había que limpiar de esa inmundicia aquel portalito de Belén, antes que el Niño naciese. El Padre Gorricho se tapaba los oídos y decía jaculatorias. El gigantón de Eduardo no pudo más, y levantándose a pulso sobre el tabique hasta dar vista a los vecinos, dijo en tono imperioso al más bárbaro:

-O se calla esa mala bestia, o le parto la cara. [se dirigía a los milicianos que ocupaban la celda de al lado].

Los circunstantes creyeron que la ceremonia y el festín habían terminado; sin embargo, aquellos desgraciados cesaron de blasfemar, comprendiendo que no estaban en ambiente propicio.

El Padre Gorricho, vestido con su abriguillo azul, cerrado hasta el cuello para no olvidar antiguos hábitos, se santiguó, y con rostro iluminado de piados alegría comenzó:

-Introibo ad altare Dei.

Los amigos, en derredor, contestan muy quedo. Tienen en sus manos los manjares ordinarios para poder disimular, en caso preciso.

El Padre necesitaba muy poco de su misal. Pronunciaba las oraciones de memoria, y solo en la Epístola y en el Evangelio, Joaquín, con una cerilla, le ilumina.

O se calla esa mala bestia, o le parto la cara. [se dirigía a los milicianos que ocupaban la celda de al lado]

El memento de vivos se prolonga más de lo acostumbrado. ¡Había tanto que pedir!

Llegó la consagración.

El Niño Jesús nació a la vida entre aquellas cuatro paredes tan desmanteladas y tan sucias como las del Portal de Belén. Los pastores tuvieron en los presos legítimos representantes; el mundo pagano y blasfemo estaba al otro lado del tabique; los que no llegarían tan pronto habían de ser los Reyes Magos…

En la penumbra de la celda, la Hostia Santa reflejaba en su blancura la poca luz interior. El Padre Gorricho difícilmente podía retener las lágrimas.

Sin levantarse del suelo, reclinados sobre las mantas, igual que el Señor en la cena distribuyó el Pan ante sus discípulos, el Padre Gorricho fue poniendo en la boca de sus compañeros las hostias consagradas. Tenía forma de sello de quinina, pero eran panes ácimos, convertidos en cuerpo de Cristo

La conmemoración de difuntos fue larga. Por la memoria de los presos desfilaron todos sus muertos, los de antes y los de ahora. Estos, en número infinito: Antón y Juanito, los Triana, Caruncho, Fernando Primo de Rivera, Rafael Esparza, Parrondo, José María Pérez de Laborda, los Alarcón, Manolo y Diego... Ángel quiso pedir por su compañero José Alcántara, pero le pareció mejor pedirle a su amigo que intercediese por él ante el Señor.

Sin levantarse del suelo, reclinados sobre las mantas, igual que el Señor en la cena distribuyó el Pan ante sus discípulos, el Padre Gorricho fue poniendo en la boca de sus compañeros las hostias consagradas. Tenía forma de sello de quinina, pero eran panes ácimos, convertidos en cuerpo de Cristo

Ángel sustituyó un momento a Rogelio para que pudiera acercarse al sagrado banquete. También entraron sucesivamente tres o cuatro amigos, que estaban avisados y agazapados en la galería.

Ninguna comunión más fervorosa, ni más aprovechada que aquella. Los pastores, es decir, los presos adoraron al Divino Niño en su corazón y, en verdad, antes de agradecer lo recibido, pidieron cuanto necesitaban…

Pasados unos minutos de acción de gracias, el Padre Gorricho, exultante, felicitó las Pascuas con un abrazo a cada uno de los presentes.

Después tomaron unas galletas y unas partas. No había tiempo para más, ni ganas tampoco.

Los huéspedes fueron desfilando hacia sus celdas. La galería quedó en absoluto silencio.”

Javier Paredes

Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá