Sr. Director:
Sentarse en el Museo del Prado ante el cuadro de Velázquez “Cristo Crucificado” produce estremecimiento; aislarse de cuanto nos rodea fuera del lienzo y contemplar la blancura de un cuerpo inmolado, sereno, carente de tensión, el rostro prácticamente velado por la melena, sin muestras aparentes de dolor, lleva a un misticismo latente, al descubrimiento de que aquella imagen oculta la divinidad. Pueden así transcurrir horas imperceptiblemente hasta que el vigilante nos da un ligero toque en el hombro mientras nos advierte amable: -Perdone, es la hora de cerrar. Y uno que no acaba de volver en sí se pregunta: - ¿De cerrar el qué? Sí, claro, de cerrar la visión, el éxtasis. Y en casa prosigue esa contemplación a través de la lectura del poema de Miguel de Unamuno: “El Cristo de Velázquez”. Este libro apareció en 1920, hace ciento cinco años, y no ha perdido la tersura de su belleza porque, como toda obra clásica, tiene vocación de eternidad. Unamuno escribió tan extenso poema, unas ciento cincuenta páginas, como desagravio por el poema blasfemo que había escrito años antes dedicado al “Cristo de las Claras”.
“El Cristo de Velázquez”, verdadero tesoro de la literatura contemporánea, está dividido en cuatro partes escritas en verso blanco, endecasílabos pero sin rima; describe a Cristo como Dios y Hombre, Cordero, Hostia, Eucaristía, Rey, Verdad… y dedica fragmentos a cada uno de los detalles del cuadro que llevan al lector a trasplantarse de manera imaginaria ante la pintura de Velázquez. Unamuno demuestra también conocer a fondo la Biblia a la que hace innumerables referencias para concluir con un sencillo y humilde acto de fe; la soberbia del hombre sabio y orgulloso se postra ahora rendidamente a los pies de Cristo a quien suplica: “¡Dame, Señor, que cuando al fin vaya perdido a salir de esta noche tenebrosa en que soñando el corazón se acorcha, me entre en el claro día que no acaba, fijos mis ojos de tu blanco cuerpo, Hijo del Hombre, Humanidad completa, en la increada luz que nunca muere; mis ojos fijos en tus ojos, Cristo, mi mirada anegada en Ti, Señor!”.