Sr. Director:
Dejando al margen a los miserables de siempre, cariñosamente unívocos han sido la inmensa mayoría de medios de comunicación al abordar el tristemente frustrado embarazo de la presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, calificando de bebé al desgraciado hijo; e incluso alguno se ha referido a él como el niño perdido de Isabel. Pero esto de tratar como bebé a un feto de ocho semanas de gestación debería recabar nuestra atención si recordamos que la actual ley del aborto permite acabar con ellos hasta la decimocuarta semana, sin más causa que la mera voluntad de las gestantes.
Entonces... ¿por qué llamamos bebé al hijo de Isabel, y tratamos su pérdida como algo doloroso, cuando en otros muchos casos en que ontológicamente son lo mismo (seres humanos en gestación) reivindicamos como un derecho darles muerte? La causa de esta insultante diferencia es clarísima: porque en unos casos estamos ante un hijo deseado, y por ello reconocemos su naturaleza humana en su más tierno y vulnerable desarrollo; mientras que en otros en que su gestación nos importuna, no solo les negamos su esencia humana, sino que los rebajamos hasta la consideración de un amasijo informe de células, cuyo más alto destino es un cubo de basura sanitaria. Una escandalosa y letal incoherencia que no constituye ninguna novedad. Su planteamiento es el mismo utilizado por sanguinarias ideologías a lo largo de la historia, cuando buscan eliminar a aquellos que les resultan «no deseados».