Sr. Director:
Cada vez que pregunto a amigos y conocidos por qué votaron en las últimas elecciones al Partido Socialista Obrero Español (PSOE) —o piensan hacerlo en las próximas— me responden igual: “para que no gane la derecha”. Casi todos admiten que “lo hacen tapándose la nariz” al depositar la papeleta. Muchos lo repetirán el próximo domingo, 21 de diciembre en Extremadura.
Ese gesto, que algunos llaman voto útil, no es un acto de conciencia cívica: es un acto de miedo. Un miedo profundo y arraigado, perfectamente cultivado, pues se cosecha lo que se siembra. Ese miedo es la más eficiente tecnología de control de masas de la España contemporánea. No exige convicciones: exige sumisión.
Este artículo pretende explicadr cómo funciona ese mecanismo, qué mentiras lo sustentan, qué enredos morales lo hacen posible, y por qué quienes lo practican lo mantienen aun cuando el régimen demuestra día tras día su corrupción, su incompetencia y su degradación institucional. La clave: el sistema no falla. Funciona según su propósito.
Qué significa “funcionar” — economia de mercado vs. socialismo
Cuando decimos que algo funciona, nos referimos a su fin. Un coche que no se mueve está averiado; un piano que sólo toca una nota, no expresa música. Una economía funciona cuando crea riqueza, movilidad, progreso, mérito, cultura de excelencia. Cuando un mercado redistribuye talento, esfuerzo y valor, y permite distinguir entre quienes construyen y quienes consumen, entonces funciona.
El socialismo —en cualquiera de sus variantes— tiene un propósito diferente: nivelar hacia abajo. Su objetivo no es enriquecer, sino uniformar. No alentar la excelencia, sino borrarla. No premiar el esfuerzo, sino diluirlo en subsidios, dependencias y trabas.
Por eso una sociedad empobrecida, marcada por la mediocridad, la burocracia asfixiante, la degradación institucional o la corrupción, no supone un fracaso accidental para los partidos socialistas: es el éxito sembrado a conciencia. Esa herrumbre moral y económica forma parte del diseño.
Cuando ellos gobiernan mal, gobiernan bien. Cuando destruyen tejido productivo, precarizan el empleo, desincentivan la iniciativa privada, congelan sueldos, desmantelan todo lo que guarda relación con el mérito y facilitan subvenciones, no responden a errores técnicos. Responden a una estrategia deliberada: hacer del Estado un refugio permanente. Un Estado que sustituye la libertad por la tutela. Así es el socialismo victorioso.
Socialismo como moral: la envidia y el resentimiento como coartada
Una de las claves psicológicas del socialismo moderno —y de su éxito entre clases populares— es la revalorización moral de la envidia, el resentimiento y el resentimiento social. Al pobre, al menos dotado, al esforzado, al que vive al día, se le convence de que su sufrimiento no es culpa de su falta de ambición o de disciplina, sino de un enemigo moral: el rico, el empresario, el “privilegiado”.
Ese discurso no busca corregir injusticias estructurales: busca criminalizar el éxito. El talento, el ahorro, la iniciativa, pasan a verse como vicios. La desigualdad deja de ser un efecto colateral del libre mercado —con sus virtudes y defectos—, y se convierte en una injusticia condenable per se.
Cuando la política convierte la envidia en virtud cívica, la moral de una sociedad se corrompe. Quien destaca debe ser penalizado; quien fracasa, recompensado; quien produce, perseguido; quien consume, venerado. Esa perversión ética no es accidental: es el fundamento filosófico del colectivismo buenista, la ideología estatal de la mediocridad.
El socialismo “funciona” cuando extiende esa mentalidad. Y en España lo ha logrado con eficacia: millones de ciudadanos ya no aspiran al mérito, al progreso propiamente dicho, a avanzar a mejor, al crecimiento individual mediante su esfuerzo. Aspiran a que el Estado iguale por abajo. Aspiran a que el éxito del prójimo se pague con su miseria.
En ese orden moral, votar socialista deja de ser un acto racional: es un acto de redención. De venganza. De reivindicación emocional.
El recurso tribal: “progresista” como identidad sagrada
Ser de izquierdas en España —o al menos declararse así— se ha convertido en un símbolo casi obligatorio de decencia, buen deseo e identidad moral. Decir “soy de derechas” —o admitir públicamente que uno es crítico con el discurso oficial— supone exponerse al anatema, a la condena social, al estigma.
Esa hegemonía cultural convierte a la política en rito tribal. No hay ideas compartidas: hay pertenencia. No hay debate: hay reiteración de consignas. “Progreso”, “igualdad”, “justicia social”, “antisistema”, “anticapitalismo”, “memoria histórica”, “solidaridad”: palabras vacías de contenido concreto, pero densas en carga simbólica.
El creyente progre no fundamenta sus convicciones en datos, sino en emociones: pertenece al club del bien. Rechaza todo matiz. Vive en un mundo binario: blanco o negro, víctimas u opresores, buenos o malos. Y su adhesión es tan ferviente que cualquier crítica, por leve que sea, se interpreta como herejía.
Este fanatismo identitario es la cobertura perfecta para el autoritarismo blando. Porque quien pertenece ya no cuestiona: obedece.
Método populista: dominación, clientelismo y anestesia democrática
Las camas de ese templo progresista están hechas de populismo clásico. Como ha descrito el historiador hispanoamericano Ernesto Krauze, el populismo moderno adopta un “decálogo funcional” cuya aplicación en España es evidente:
- Exalta al líder carismático —hombre providencial— como salvador del pueblo.
- Se apropia del lenguaje y fabrica la “verdad oficial”.
- Usa discrecionalmente fondos públicos: subsidios, clientelas, redes de dependencia.
- Alimenta el odio de clases: ricos vs. pobres, élites vs. proletarios, “derecha” vs. “pueblo”.
- Mobiliza y enardece a las masas con promesas de redención.
- Designa enemigos externos e internos (empresarios, derechistas, derecha mediática, herencias de Franco, “oligarcas”, etc.).
- Desprecia el orden legal y mina las instituciones liberales: rendición de cuentas, separación de poderes, transparencia.
- Sustenta su esquema en alianzas con “burguesías amigas”: empresarios dependientes del Estado, concesiones, contratos, privilegios.
- Mata la alternancia real mediante control mediático, institucional, electoral.
- Vende futuro eterno, esperanza infinita, redención simbólica, mientras concentra poder.
Ese método no es error de gobierno: es modo de gobierno. Y funciona cuando el Estado deja de ser servidor de la sociedad para convertirse en amo de los ciudadanos.
En España, durante décadas, ese populismo-progresista ha convertido a la democracia en formalidad ritual. Las elecciones existen; las instituciones sobreviven como espectros; la corrupción se asume como subsidiaria de la estabilidad política; los tribunales demoran sus procesos; los medios afines silban y miran para otro lado cuando se pregunta por los negocios turbios del entorno del poder.
El artificio produce su efecto: una ciudadanía anestesiada. Una población que acepta lo insoportable. Una sociedad resignada a la mediocridad, la dependencia, la hipocresía institucional.
La fase final: clientelismo senior, impunidad e irrelevancia de la alternancia
Hasta aquí hemos descrito lo que podríamos llamar el populismo de masas: subsidios, retórica hueca, movilización. Ahora entramos en la fase superior del sistema: el populismo institucionalizado —el que no necesita multitudes, sino burocracia, pactos, cajas negras, redes de poder.
El PSOE actual ha alcanzado esa fase. Bajo su dirección:
- Gobierna un presidente que afronta múltiples escándalos, acusaciones de corrupción y un entorno oligárquico crecientemente turbado.
- Funciona una Fiscalía General que depende orgánicamente del ejecutivo.
- Se han apropiado de los organismos públicos: medios de comunicación, tribunales, instituciones de control, entes de regulación, agencias estatales.
- Las comunidades autónomas y diputaciones se han convertido en feudos clientelares: contratos públicos, enchufismo, colocaciones ad hoc, nepotismo.
- Los subsidios, ayudas, subvenciones y empleos pagados por el erario público se planifican como mecanismo de control político permanente.
Además, la alternancia política ha dejado de ser posible. Los partidos de oposición están domesticados, fragmentados, cooptados o desacreditados. Los mecanismos electorales siguen existiendo, pero su valor real es simbólico. Votar ya no sirve para elegir, sino para legitimar un pacto tácito: “permanecer a toda costa, toleren ustedes todo, a cambio de que el enemigo, los malos, la derecha no gobierne jamás”.
En este contexto, las acusaciones de prevaricación a candidatos regionales —como en Extremadura— no provocan indignación colectiva. No movilizan protesta social. Apenas generan titulares resignados. Porque la prioridad no es la legalidad: es la supervivencia simbólica del bloque.
La frase final lo resume: da igual lo que hagan; lo importante es que no gobierne la derecha.
Ese mantra es ahora la consigna pública y privada del poder.
Consecuencias para la democracia, la libertad y la dignidad ciudadana
Este régimen híbrido —democracia formal, autoritarismo real— produce efectos sistémicos graves:
- Impunidad estructural: quien controla el discurso, el relato y los controles puede delinquir, robar, saquear el erario, malversar fondos, favorecer a allegados, y nada cambia realmente.
- Erosión del sentido cívico: el ciudadano deja de ser sujeto activo, responsable y crítico; se convierte en receptor pasivo, dependiente, resignado, consumidor de subsidios.
- Destrucción del mérito y del incentivo a la productividad: si vivir de ayudas estatales es más seguro que trabajar, emprender o competir, la iniciativa desaparece. El talento se fuga o se anula, la producción se hunde, la creatividad y la excelencia se vuelven inútiles.
- Degradación moral y cultural: la envidia, el resentimiento, la mediocridad, la sumisión y la resignación se naturalizan como valores positivos; el esfuerzo, la libertad individual, la responsabilidad privada y la excelencia se demonizan.
- Suspensión real de la alternancia democrática: con instituciones domesticadas, medios aliados y clientelas mantenidas, la oposición real se vuelve imposible. La democracia se convierte en simulacro perpetuo.
El resultado: España, un país con enormes potencialidades históricas y humanas, se convierte en “vagón de cola”, atrapado en un bucle de atraso, dependencia y decadencia. Y todo ello, paradójicamente, bajo una fachada de progresismo, modernidad, justicia social e igualdad.
Conclusión — Lo que significa votar en la España de hoy
Cuando alguien dice hoy: “voto al PSOE para que no gane la derecha”, ese “para que no gane la derecha” resume una confesión colectiva sin palabras: no confío en ustedes, pero temo a los otros.
Ya no se trata de esperanza. Se trata de miedo.
Votar, en muchas zonas de España, ha dejado de ser un acto de ciudadanía. Se ha convertido en un rito de supervivencia moral: un saludo al amo, una reivindicación de la dependencia, una aceptación resignada del chantaje institucional.
Eso explicaría por qué sigue existiendo una mayoría cautiva, aun cuando el régimen se revela día tras día como incapaz de cumplir sus promesas, como corrupto, como corruptor, como destructor de todo lo que exige progreso: instituciones, iniciativa privada, dignidad, libertad, confianza.
Porque no gobierna la gestión. Gobierna el miedo.
Y mientras el miedo lo controle todo, este sistema —al que ya no cabe llamar democracia plena— seguirá reproduciendo desigualdades, clientelas, mediocridad, dependencia. Y España seguirá caminando hacia un futuro gris, anestesiada, atrapada en su propia renuncia moral.
Tal vez llegue el día en que muchos tengan que decidir: si quieren volver a pensar por sí mismos, a valorar la libertad, la dignidad, el mérito, la responsabilidad. Si quieren romper la cadena emocional que les ata. Si quieren dejar de votar tapándose la nariz.
Pero para eso, será necesario que alguien se atreva a decir lo que ya sabe: el miedo es la clave.
Y que decirlo no es traición al pueblo: es defensa de la patria.
Corolario: la trampa perfecta del consenso socialdemócrata y la necesidad urgente de una alternativa regeneradora
El panorama político español no se agota en la deriva del PSOE ni en la maquinaria emocional que sostiene su hegemonía. El problema es más profundo y más amplio. Durante décadas, España ha desarrollado un consenso socialdemócrata que se ha apropiado de todo el espectro parlamentario. PP y VOX, aunque con discursos diferenciados y estéticas aparentemente dispares, participan objetiva y operativamente de los mismos supuestos básicos: un Estado hipertrofiado, un intervencionismo económico cada vez más sofocante, una cultura fiscal confiscatoria, una fe cuasi religiosa en la ingeniería social y una asimilación acrítica de la jerga y los marcos mentales diseñados por la izquierda progresista.
Ni PP ni VOX cuestionan en lo esencial la arquitectura que ha aprisionado a España. Ninguno plantea revertir la tendencia central del país: más Estado, menos sociedad civil; más impuestos, menos libertad económica; más tutela, menos responsabilidad; más normativa, menos creatividad; más burocracia, menos dinamismo; más gasto improductivo, menos inversión transformadora.
Ambos participan, en distinta medida, de una «ideología» política que niega de raíz la posibilidad de un libre mercado competitivo, de una sociedad abierta, de una economía productiva, de unaciudadanía adulta. De hecho, han asumido incluso el lenguaje del progresismo institucional: “políticas de igualdad”, “transición justa”, “protección social reforzada”, “derechos de nueva generación”, “emergencia climática”, “intervención estratégica”, “control de precios”, “reparto de beneficios extraordinarios”, “subvenciones estructurales”, “desarrollo inclusivo”, “ministerio de…”. Se trata de un vocabulario que no describe la realidad, sino que la administra; un idioma diseñado para hacer imposible la libertad.
El resultado es un ecosistema político donde incluso la oposición opera dentro del marco mental del adversario. Por eso los cambios de gobierno no cambian casi nada: se alteran las siglas, pero no la lógica; se renuevan los gestores, pero no el fundamento; se sustituyen los discursos, pero no la estructura. Y ese es el mayor triunfo del socialismo español: haber convertido su Weltanschauung en la gramática obligatoria del debate público.
Ante este escenario, la conclusión es clara. España no saldrá del atolladero mientras la vida política siga encerrada en este perímetro reducido. La regeneración institucional, económica y cultural no vendrá de los partidos que ya participan del consenso. Solo puede surgir de una élite social, intelectual, profesional y empresarial capaz de abandonar la resignación y plantar cara a la ficción dominante. Una élite que comprenda que el problema no es la alternancia entre partidos, sino el marco doctrinal que los iguala. Una élite que vuelva a reivindicar la libertad económica como motor de prosperidad; el mérito como pilar de la movilidad social; la responsabilidad individual como base de la convivencia; el Estado de Derecho como límite al poder político; y la cultura del esfuerzo como elemento vertebrador de una nación próspera.
La clase media productiva, los profesionales liberales, los emprendedores que todavía luchan contra la maraña fiscal y regulatoria, los autónomos exprimidos por un aparato que los trata como súbditos y no como motores de riqueza, los intelectuales no alineados con el dogma progresista, los empresarios que aún creen en la creación de valor y no en la búsqueda de rentas, todos ellos deben asumir lo que la historia enseña: ninguna sociedad se reforma desde el poder establecido; todas se regeneran desde la presión organizada de quienes producen, piensan, arriesgan y crean.
España solo podrá salir del callejón oscuro, gris, cuando surja una alternativa seria, honesta, técnicamente solvente y moralmente respetable que se atreva a disputar el monopolio cultural de la izquierda, que rechace el consenso socialdemócrata y que construya un proyecto basado en libertad económica, responsabilidad cívica, instituciones fuertes y un nuevo contrato entre Estado y los ciudadanos.
No es solo un desafío político. Es una obligación moral.









