Para no pensar en ella, habían echado a la muerte por la puerta del Estado del Bienestar, y se les ha colado por la ventana del coronavirus. Y la muerte está aquí, desafiante, delante de las narices de todo el planeta. Y al otro lado de la puerta, la sociedad, atenazada por el miedo a la muerte que le ha inoculado la ideología de la cultura de la modernidad, está siendo tentada con la mentira de que con ella se acaba todo y se pierde la vida para siempre.

Sucede esto como lógica consecuencia de haber montado una sociedad regida por el hedonismo, que guía los pasos de los hombres, desde hace más de dos siglos, según la antigua consigna pagana del comamos y bebamos que mañana moriremos. Y algunos caen en el exceso de provocar la arcada moral, como es el caso de nuestra prensa, que ha llegado a informar hace unos días de un portal de películas porno, para ayudar a pasar la cuarentena.  

Por fuerza tiene que ser muy triste la concepción luterana de la vida porque no se puede tener peor concepto de la naturaleza humana, ya que funde, haciéndolos una misma cosa al pecado y al pecador, hasta afirmar que el hombre es pecado, por no distinguir que el hombre tiene pecado, la 'feliz culpa' de la que se nos va a predicar a los católicos en la próxima Pascua.

 Y algunos caen en el exceso de provocar la arcada moral, como es el caso de nuestra prensa, que ha llegado a informar hace unos días de un portal de películas porno, para ayudar a pasar la cuarentena

Pocos como John Milton (1608-1674) han descrito de un modo tan poético y tan falso a la vez las consecuencias de la caída de nuestros primeros padres, cuyo pecado introdujo la muerte en el mundo. Fue una vida atormentada la de este literato inglés; sus fracasos matrimoniales, sus prejuicios anticatólicos como anglicano, su ceguera en la madurez, que le obligó a dictar sus obras y la gran peste de Londres de 1665 que le empujó a refugiarse en la aldea de Chalfont St. Giles, donde dio remate a su obra El Paraíso perdido, explican esta triste sentencia final con la que acaba el libro XII y último de su poema narrativo sobre Adán y Eva, en la que declara que todo se había perdido sin remedio: “[Adán y Eva] Volvieron la vista atrás y contemplaron toda la parte oriental del Paraíso, poco antes su dichosa morada, ondulando bajo la tea centelleante; la puerta estaba defendida por figuras temibles y armas ardientes. Adán y Eva derramaron algunas lágrimas naturales, que enjugaron enseguida. El mundo entero estaba ante ellos para que eligieran el sitio de su reposo y la Providencia era su guía. Asidos de las manos y con inciertos y lentos pasos, siguieron a través del Edén su solitario camino”.

Bien al contrario del pánico de los hedonistas, los cristianos no tenemos ninguna razón para temer a la muerte, pero sí muchas para considerarla, porque en el trance nos jugamos la salvación o la condenación eternas. Lo desgraciadamente irremediable no es morir por coronavirus; lógicamente, habrá que tomar todas las medidas de prudencia para no contaminarse ni infectar a otras personas, pero bien conscientes de que la auténtica desgracia no es la muerte, sea por coronavirus o por cualquier otra enfermedad o accidente; el mal definitivo es el pecado mortal sin arrepentimiento que nos arroja al infierno… ¡Para siempre, para siempre, para siempre!, como decía nuestra Santa Teresa. Y, en estas circunstancias, viene pero que muy requetebién recordar el aviso de esta gran santa del Carmelo y doctora de la Iglesia que, como muy española que era, nos recuerda con su elegante prosa el dicho popular de que el miedo guarda la viña.  

Un cristiano no tiene motivos para temer a la muerte pero tiene muchos para no alejarla de sí

Que los cristianos no tengamos ninguna razón para temer a la muerte, no puede interpretarse como que el trance no sea duro para nosotros. Lo es, y por eso tenemos que pensar en ella, y hasta no nos vendría mal del todo recuperar el tradicional ejercicio de la buena muerte, que desde siempre se ha practicado en la Iglesia y de un modo generalizado hasta que se produjo la quiebra de la Revolución Francesa, que por su inspiración masónica trató de aniquilar a la Iglesia.

Los revolucionarios franceses, que pensaron que con ellos llegaba la plenitud de los tiempos, abolieron el calendario cristiano y empezaron a contar el tiempo a partir de la proclamación de la República, instituyendo una nueva religión sin Dios, con una liturgia de tejas para abajo, tan del gusto de los masones. Y para que no hubiera ni la posibilidad de hacerse preguntas que dieran cuenta de la existencia de la divinidad, los revolucionarios llegaron a abolir la muerte por ley: “el buen ciudadano no muere, duerme”.

Desde la proclamación de la República en Francia hasta el día de hoy el ocultamiento de la muerte es práctica habitual de nuestras costumbres sociales, como se puede comprobar en nuestros tanatorios

Y vaya si ha tenido éxito la ocurrencia, porque desde entonces hasta el día de hoy el ocultamiento de la muerte es práctica habitual de nuestras costumbres sociales, como se puede comprobar en nuestros tanatorios. Cuando se muere alguna persona de nuestro entorno familiar o social, se puede cumplir con la costumbre de dar el pésame a los deudos, e incluso es posible acompañarles durante un buen rato, mientras el difunto está de cuerpo presente, eso sí, sin ver el cadáver, porque para verlo hay que hacer el esfuerzo de sortear unos dos o tres tabiques, estratégicamente situados para ocultar los restos del finado.

Lo de hacer el avestruz y esconder la cabeza debajo de la tierra, cuando se acerca la muerte, tiene por lo menos veintitrés siglos de antigüedad. Trescientos años antes de Cristo, Epicuro en su carta a Meneceo escribió lo siguiente: “La muerte es algo que no nos afecta, porque mientras vivimos no hay muerte; y cuando la muerte está ahí, no estamos nosotros. Por consiguiente, la muerte es algo que nada tiene que ver ni con los vivos ni con los muertos”.

Y téngase en cuenta que Epicuro, más que ofrecer razones filosóficas sobre la muerte a la sociedad hedonista de su tiempo, lo que pretendió fue proporcionar un lenitivo para pasar el trance, porque si duro es lo de muerte para quien llega a ella con fe en la vida eterna, no me puedo ni imaginar lo que tiene que ser entrar en la agonía mientras estás viendo las películas del portal porno, que recomiendan ahora nuestros periódicos.

El marxismo que me obligaron a estudiar mis profesores de la Universidad Autónoma de Madrid, cuando empecé la carrera en 1969, había sido tamizado por los neomarxistas y los de la milonga del comunismo de rostro humano. Uno de sus ideólogos era Ernest Bloch (1885-1977), que en cuanto al muerte volvía a las andadas de Epicuro, cuando afirmaba: “Donde está el hombre, no está la muerte, y donde está la muerte, no está el hombre”. Y, tras aclararnos que los cristianos éramos lelos y estábamos alienados, nos vendían como una gran novedad racional y científica semejante argumento de perogrullo con carcoma de tantos siglos. Entonces no fueron pocos los que tragaron, porque eso era progre y, sobre todo, se hacía carrera y se trepaba en la Universidad, dando patadas a las católicos. Y, por desgracia, al día de hoy sigue la tendencia y  es en lo que todavía siguen algunos: escamotear la muerte con los argumentos que sean para pasar el mal trago de la muerte, ya que no se puede negar la evidencia.

 Epicuro: "la muerte es algo que nada tiene que ver ni con los vivos ni con los muertos". No explicaba la muerte, solo aportaba un lenitivo 

Por el contrario, Josef Pieper afronta la muerte en su verdadera dimensión y hace una crítica certera de Ernest Bloch en el siguiente párrafo que tomo prestado del recomendable libro de Sarnyana, titulado Sobre la muerte y el más allá: “Si la Esperanza es rechazada por el hombre, siempre existe la tentación de ser víctima de utopías ideológicas, especialmente de la utopía marxista. Tales esperanzas humanas son unas formas secularizadas de esperanzas teológicas del Antiguo Testamento. Basta ver la teoría marxista sobre el hombre nuevo, en la que muchos esperan una restitución completa de hombre. Por ejemplo, Ernest Bloch, en su obra El principio esperanza habla de un mundo sin posibilidad de desilusión. Aquí la Jerusalén es una esperanza secular. Los marxistas usan imágenes bíblicas derivadas de esperanzas escatológicas del Antiguo Testamento, pero con la diferencia de que el Cielo y la Tierra de Bloch es un cielo sin Dios. Bloch llega a decir: ‘Dónde está Lenin, allí está Jerusalén’. Como se ve se trata de la corrupción completa de los términos bíblicos”.

Y sin recurrir a tan altos pensadores, bien se podría resumir el mensaje de mi artículo de este domingo en unos versos, llenos de sabiduría, que han orientado la vida de tantas generaciones anteriores de cristianos hasta llegar al Cielo, desde donde estoy seguro que interceden por nosotros para que podamos acompañarlos por toda la eternidad, con coranavirus o sin él. Porque como recordaba Sor Patrocinio a sus monjas también en momentos de tribulación, “todo esto se pasa y la eternidad sin fin se acerca”. Les copio los versos a los que me refería, como remate de lo que he escrito:  

La ciencia más acabada
es que el hombre en gracia acabe,
pues al fin de la jornada,
aquel que se salva, sabe,
y el que no, no sabe nada.

En esta vida emprestada,
do bien obrar es la llave,
aquel que se salva sabe;
el otro no sabe nada.

 

Javier Paredes.

Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá.