Quienes no se han enterado de que los españoles estamos siendo sojuzgados por unos políticos revolucionarios, es porque no saben en qué consiste una revolución. Pero esta es la verdad: el Gobierno español compuesto de militantes del socialismo real y del comunismo -perdón por la redundancia, porque socialismo real y comunismo son dos palabras para designar a la misma tiranía- ha puesto en marcha una revolución. Para entendernos, revolución es un cambio radical y repentino, que se puede hacer con sangre o sin ella. En este sentido, se podría decir que a revolución se opone evolución.

El Gobierno español compuesto de militantes del socialismo real y del comunismo, dos palabras para designar a la misma tiranía, ha puesto en marcha un proceso revolucionario

Probablemente quienes no son conscientes del proceso revolucionario al que nos tiene sometido este Gobierno es porque, abducidos por el peculiar modelo liberal de Francia, identifican revolución con sangre. Y además de tragar semejante patraña, se les tolera a nuestros vecinos que en los actos oficiales y deportivos todavía sigan cantando su himno nacional, cuya principal estrofa traducida dice lo siguiente:

¡A las armas, ciudadanos!
¡Formad vuestros batallones!
¡Marchemos, marchemos!
¡Que una sangre impura
inunde nuestros surcos!

En efecto la Revolución Francesa anegó la patria de Clodoveo y de Santa Juana de Arco, no de sangre impura, sino de sangre inocente de los miles de franceses que fueron asesinados al grito de libertad, igualdad y fraternidad, y todavía hay panolis que siguen extasiados por los logros criminales envueltos en papel adornado con este triple eslogan.

Ciertamente, en el caso francés revolución y sangre son la cara y la cruz de una moneda. El 14 de julio de 1789, los revolucionarios pusieron cerco a La Bastilla por la mañana y a las cinco de la tarde su alcalde, Bernard-René de Launay, rindió las armas, bajo la promesa de que tras su capitulación no habría represalias. Pero cuando conducían a Launay al Ayuntamiento de París, en el camino le apuñalaron, le cortaron el cuello y solo llegó al consistorio parisino su cabeza clavada en una pica, después de haberla paseado y exhibido por las calles. A este crimen se sumaron otros más y de este modo los revolucionarios empujaron a la Asamblea Constituyente para que diera el salto del Antiguo al Nuevo Régimen.

Por nuestra parte, en España se hicieron las cosas de manera diferente, el aterrizaje en el Nuevo Régimen fue anterior a la insurrección armada. Las Cortes en Cádiz reunidas en 1810, es decir, nuestra Asamblea Constituyente, tomaron una decisión revolucionaria, al aprobar la primera Constitución liberal en 1812. Y lo hicieron como entonces se dijo “sin lágrimas y sin sangre”. La insurrección armada se produjo años después y es conocida como la revolución de 1820.

Y con lo aficionados que somos los historiadores a celebrar las fechas redondas, se nos acaba el año sin celebrar el bicentenario de la revolución de 1820, que dio paso a la etapa conocida como el Trienio Liberal. Así es que vamos a recordar en este artículo algo de lo que sucedió entonces, no vaya a ser que lo estemos repitiendo por no conocer nuestro pasado.

Al regreso de Fernando VII del exilio francés en 1814, anuló la Constitución de 1812, “como si no hubiesen pasado jamás tales actos -decía textualmente el decreto- y se quitasen de en medio del tiempo, y sin obligación en mis pueblos y súbditos de cualquiera clase y condición a cumplirlos ni guardarlos”. Por primera vez se hacía memoria histórica y desaparecían los acontecimientos inconvenientes al poder y hasta se borraba el tiempo. Nada nuevo bajo el sol, Carmen Calvo.

Restablecido el absolutismo en 1814, el régimen se vino abajo con el triunfo de la revolución de 1820, lo que fue posible por el oportunismo del general Enrique O’Donnell, conde de La Bisbal. Este personaje era uno de los generales absolutistas y militar en quien confiaba Fernando VII, hasta el punto de que el monarca le puso al mando de las tropas expedicionarias, que tenían que ir a América para sofocar los focos de rebelión que querían independizarse.

Acantonado el ejército expedicionario en Andalucía no llegó a partir porque convencieron a los soldados que de embarcarse con toda probabilidad los barcos se hundirían, y que de llegar a América se los comerían los caníbales. Así es que cuando sus mandos les comunicaron que en lugar de ajustar las cuentas a los independistas americanos, se quedaban en España para ajustárselas a los absolutistas, fue tal su contento que hubo que retrasar un día la revolución, porque los aguerridos soldados del Batallón de Galicia se pasaron una jornada completa bailando la muñeira y dándole al orujo.

Comprendo que no es fácil para los historiadores estudiar la masonería, pues con el secretismo que les es propio los masones no nos facilitan el trabajo y es muy difícil encontrar documentación. Pero una cosa es no contar lo que no se puede probar con fuentes documentales y otra muy distinta no considerar la influencia de la masonería en la historia contemporánea de España

Este cambio de objetivo se produjo cuando una de las dos logias que operaban en Cádiz para llevar a cabo la revolución se ganó para su causa al general Enrique O’Donnell, que como dijimos era un oportunista. Tanto que además de traicionar el cometido encomendado, se sublevó en Ocaña, cuando ya había triunfado la revolución de Riego tres meses antes, de manera que por muy general que se sea, siempre hay voluntarios para demostrar que se puede ser hoy una cosa y mañana la contraria.

En Cádiz había dos logias, una presidida por un comerciante ricachón, llamado Javier Istúriz; esta se denominaba “Soberano Capítulo” y acogía a los altos mandos militares y personas influyentes, ya entradas en años. Esta logia fue la que convenció a O’Donnell para no embarcar las tropas con destino a América. En el “Soberano Capítulo” los debates eran sosegados y se referían casi siempre a temas como la tolerancia, la beneficencia o el progreso.

La segunda logia respondía al nombre de “Taller Sublime” y era una sucursal de la anterior. En esta había otro ambiente y aquí se hablaba acaloradamente de la revolución. Frecuentaban el “Taller Sublime” gente más joven que en la anterior y mandos militares inferiores, como los comandantes San Miguel, Agüero, Arco y Riego.

Comprendo que no es fácil para los historiadores estudiar la masonería, pues con el secretismo que les es propio, los masones no nos facilitan el trabajo y es muy difícil encontrar documentación. Pero una cosa es no contar lo que no se puede probar con fuentes documentales y otra muy distinta no considerar la influencia de la masonería en la historia contemporánea de España, como si lo de enjuiciar las actuaciones de la masonería en la historia reciente de Europa fuera cosa de locos.

Alberto Bárcena en un libro brillante, corto y claro, ha explicado como nadie la historia de la masonería, su sectarismo antirreligioso y la lógica condena por parte de los papas desde su nacimiento en el siglo XVIII hasta nuestros días.

Sin duda, la masonería española tuvo una de sus etapas doradas durante el Trienio Liberal, de cuyo comienzo en 1820 se han cumplido dos siglos este año. Pero por lo que vamos sabiendo de momento la etapa cumbre de la masonería coincide con la Segunda República.

Siendo la masonería una organización elitista y restringida, resultó que en la Cortes Constituyentes de 1931 de los 470 diputados, un tercio eran masones. Cierto, como se ha dicho que Ezquerra fue un partido controlado por la masonería, pero la representación más nutrida de los hijos se encontraba en las filas socialistas. Entre el PSOE y Partido Radical Socialista tenían 65 diputados masones.

 En la Cortes Constituyentes de 1931​ de los 470 diputados, un tercio eran masones. Cierto, como se ha dicho que Ezquerra fue un partido controlado por la masonería, pero la representación más nutrida de los hijos de la viuda se encontraba en las filas socialistas

Otra de las características de la revolución de 1820 fue el revanchismo y el asalto a las arcas del Estado. Si Fernando VII a la vuelta de su exilio había borrado el tiempo, los revolucionarios dieron su réplica creándolo virtualmente para su conveniencia. Y por supuesto, los años creados los cobraron. En consideración a que el Estado de 1820 era el mismo que el de 1814, Argüelles se embolsó 720.000 reales del erario público como paga de aquellos seis años en que había permanecido separado de sus cargos. Por dar una idea, esa cantidad que robó Argüelles un catedrático de Universidad de aquellos años tardaba 48 años en ganarla.

Naturalmente que Argüelles, que era el líder del Gobierno de 1820, sirvió de ejemplo para que el resto de los ministros hicieran otro tanto, así como los funcionarios de los Ministerios que eran de su cuerda. Y algunos hasta se excedieron en imitar al jefe, como fue el caso de Lorenzo Torres, Tesorero de Hacienda, que desvió 80 millones de reales de la Real Hacienda a las arcas del Gan Oriente. Con esa cantidad se podía haber pagado a todo un claustro universitario, durante toda una generción. Y sin duda que toda esta rapiña y el fácil enriquecimiento algo debieron influir para que los masones surgieran comos setas en año de lluvias durante el Trienio Liberal y la Segunda República.

Javier Paredes

Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá.