Entre las propuestas del discurso de investidura de Zapatero, hay una que ha pasado bastante desapercibida. Se trata de reformar la figura del Consejo de Estado para que los ex presidentes del Gobierno sean miembros de pleno derecho de manera vitalicia. El coste de la reforma es prácticamente nulo y el Consejo de Estado se completa con el bagaje de la experiencia acumulada de quien ha tenido la responsabilidad de dirigir los destinos de España durante al menos cuatro años.

 

Al margen de la idoneidad estructural, el movimiento de Zapatero es un hábil ejercicio estratégico con el que consigue matar varios pájaros con un mismo tiro. Por una parte, coloca a Aznar en un lugar de suficiente prestigio como para evitar tentación de regreso más que rumoreadas en las últimas semanas. Además de sus clases en Georgetown y de la macrofundación FAES del pensamiento único sin Boyer, Aznar tendría un puesto de privilegio en la arquitectura del Estado sin interferir en las labores de Ejecutivo, porque, como se sabe, los informes del Consejo de Estado son preceptivos, pero no vinculantes.

 

Pero es que, además, Zapatero eliminaría la peligrosa sombra de Felipe González. Una sombra alargada que se extiende desde la bodeguilla de Moncloa hasta los departamentos del próximo Ministerio de Economía. Encerrado Felipe en el Consejo de Estado, se le mermarían sus ansias intervencionistas en un Gobierno que observa como su re-encarnación. Por último, se garantizaría una salida honrosa y por la puerta grande cuando abandone el Palacio de La Moncloa. Y todo ello bajo el paraguas de la estabilidad institucional. ¿A qué es una buena idea?