Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Y hay películas -secuencia de imágenes- de cuya "lectura" se pueden sacar infinitas conclusiones y motivos para la reflexión.
Una de ellas es Un hombre para la eternidad (A man for All Seasons, 1966), dirigida por Fred Zinnemann y ganadora de 6 Oscars con Robert Shaw en el papel de Enrique VIII y Paul Scofield en el de Tomás Moro. Se trata de una película para la eternidad.
Tomás Moro es decapitado por ser leal a su conciencia, a la Iglesia Católica y por su fidelidad y amor a Dios. Por ser coherente consigo mismo y sus convicciones, frente al poder. Hombre público, en su condición de jurista fue miembro del Consejo de Estado y ocupó distintos puestos de relevancia, tanto en los más altos tribunales como en su condición de canciller de Inglaterra; puesto este último para el que fue nombrado por el mismísimo rey Enrique VIII.
Cuando nace el problema sucesorio en el seno del matrimonio entre el citado monarca y Catalina de Aragón -no pueden tener descendencia-, Enrique VIII ve en el divorcio la solución, un camino que implicaba la ruptura con la Iglesia de Roma, de la que era miembro. Tomás Moro es presionado por el cardenal Thomas Wolsey (Orson Welles) para que apoye a Enrique VIII. La respuesta de Moro ante la coacción del poder es de lo más sugerente: "Creo que cuando los hombres de Estado se olvidan de su propia conciencia y la anteponen a sus deberes públicos, conducen a su patria por el camino más corto hacia el caos. Entonces únicamente confío en la oración".
Acusado injustamente de alta traición, es decapitado el 28 de enero de 1547 por negarse a jurar y reconocer a Enrique VIII como jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra. Llevó sus convicciones hasta la muerte.
Después de ver Un hombre para la eternidad, y analizando la trayectoria seguida por nuestro actual régimen -¿democrático?-, uno se pregunta por la conciencia de muchos de los hombres que nos gobiernan o que tienen algún tipo de responsabilidad pública, porque mira que el caos es morrocotudo. Claro, que aquí nadie será "decapitado", y a buen entendedor… ya saben.
Juan Pablo L. Torrillas