"El que cree en Él no es juzgado, porque quien no cree ya está juzgado" (Jn 3,18). El que cree en el hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él" (Jn 3, 36). Son dos citas del evangelio de San Juan correspondientes al evangelio leído en las eucaristías de todo el orbe el miércoles 2 y el jueves 3. Dos párrafos que siempre me han sorprendido, por cuanto suponen un aldabonazo a la creencia mayoritaria de que la carencia de fe en Cristo no puede ser imputada a culpa. La convicción mayoritaria consiste en que uno no es culpable de no tener fe, y "aunque respeto a los creyentes yo no lo veo". Al parecer, el hagiógrafo inspirado piensa de muy distinto modo, y resulta que la ausencia de fe lleva directamente al juicio, es decir, a la condena, es decir, al Infierno (que, por cierto, existe o no existe independientemente de que creamos o no creamos en él). Concluyendo: al agnóstico es culpable. Y no soy el que le juzga: es la palabra de Dios.

Pero el asunto ‘empeora' en Juan 3,19: "Este es el juicio: que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, ya que sus obras eran malas. Pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprobadas".

Y luego dirán que el evangelio no es práctico: "Sólo verlo da grima", dice el salmista, cuando trata de resumir el efecto que el hombre honrado produce en el corrompido. Para el deshonesto, la mera visión del íntegro resulta insoportable: sólo verlo da grima. Dicho de otra forma: ¿Por qué no van a la luz? Para que sus obras no sean reprobadas. A oscuras, todos los gatos son pardos. 

Eulogio López

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