Los Pactos de la Moncloa se firmaron el 25 de octubre de 1977, durante la transición española, entre el gobierno de Adolfo Suárez y los representantes de los distintos partidos políticos como Calvo-Sotelo, Felipe González, Carrillo, Fraga, Tierno Galván, o Miguel Roca.
Se daba la circunstancia que el gobierno no tenía la mayoría absoluta, y ante la grave crisis económica, motivada por la subida del petróleo, una inflación del 47%, y una elevada tasa de desempleo, era preciso alcanzar la paz social para asentar la incipiente democracia. Entre los agentes sociales, los sindicatos, recientemente legalizados, también suscribieron estos acuerdos junto con la patronal, salvo los anarquistas.
Estos pactos tenían un marcado componente político, resaltando la libertad de expresión; y otro económico, con un amplio paquete de medidas de carácter fiscal, laboral, financiero y monetario como la devaluación de la peseta. El economista Fuentes Quintana fue uno de sus artífices, y parafraseando a un político de la república explicaba su leitmotiv: "O los demócratas acaban con la crisis económica española o la crisis económica acaba con la democracia".
Han transcurrido 35 años desde entonces, y ante circunstancias políticas diferentes, afrontamos la mayor crisis económica, sin parangón alguno, por lo que para algunos analistas se antoja acuciante reeditar el espíritu de aquellos pactos. Aspecto que parece imposible, porque para llegar a esos consensos hace falta en los partidos políticos generosidad y altura de miras, huir del cortoplacismo, tener sentido de Estado, y pensar más en los intereses de los ciudadanos que en réditos partidistas. La crisis que padecemos afecta a los valores, a la libertad y a los diferentes modelos de España, por lo que es perentorio acometer reformas en los ámbitos del estado de las autonomías, financiero, energético, educativo y de la justicia.
Sin embargo, en nuestra casta política observamos una incapacidad absoluta para conformar consensos en asuntos esenciales a costa de los ciudadanos que pagan las consecuencias. Se anteponen y priman los intereses ideológicos partidistas, el frentismo, para hacer una oposición radical, torticera y demagógica, porque el fin justificaría los medios: cuanto peor vaya la economía, mejor para el adversario político. Si el Gobierno afronta las reformas y recortes -con el mandato de las urnas- por ser insostenible el estado del bienestar, o para reducir la herencia del déficit, ya sea en educación o sanidad, se contraataca apoyando a los sindicatos en las huelgas, y se es cómplice de la helenización en las calles, para desgastar al Gobierno, sin escrúpulo alguno, siendo conscientes de la imagen perjudicial que se ofrece a nuestros socios europeos y a los mercados. Es necesaria una oposición leal, con argumentos, responsables, con sentido de Estado, porque supone un pilar importante en la división de poderes y la salud democrática.
Lo contrario, que es lo que estamos experimentando, supone, según la reciente encuesta del CIS, un rechazo en la sociedad por la falta de credibilidad en el discurso de la oposición. Tan importante como el Gobierno es una oposición fuerte, coherente, veraz, ajena a sectarismos, y que no le duelan prendas en llegar a consensos en interés de todos los españoles.
Javier Pereda Pereda