Un directivo de la Royal Society britanica ha sido expulsado por creer en la creación.

Es un vicio muy acendrado éste que conviene extirpar de raíz. Sólo porque ven algo creado, es decir, ven algo, estos humanos, por miles de millones, en todas las épocas y en todas las culturas, se han empeñado en que, si hay creación, corremos el riesgo de que exista un creador. Un silogismo naturalmente idiota que debemos extirpar cuanto antes, entre otras cosas, porque como diría Leyre Pajín, prestigiosa pensadora española, la número tres, después de ZP y Pepiño Blanco, “la creación no es progresista".

Total, que Michael Reiss, otro esclavo del prejuicio atávico, consideró, no que no hubiera que inocular a Darwin en las mentes escolares, sino que la posibilidad de la majadería anterior -si existe lo creado podría existir el Creador- no fuera definitivamente extirpada de las escuelas.

Como es lógico, el resto de los miembros de tan prestigiosos organismos se rasgaron las vestiduras y decidieron expulsar a Reiss. Sólo faltaba que los profesores tuvieran que ser respetuosos con unos alumnos absolutamente enloquecidos, algunos de los cuales -es triste reconocerlo-, ¡creen en Dios!

Y Michael pretendía -Gaia le perdone- que los profesores, científicos de pura cepa, respeten tamaño dislate. No me extraña que le hayan despedido. Las manzanas podridas, cuanto antes queden fuera de la cesta, mucho mejor.

La verdad es que la Iglesia nunca ha condenado el darwinismo. A la Iglesia le importa más bien poco que el hombre descienda del mono o de una ameba. Lo único que el Cristianismo dice es que a un hombre y una mujer, pareja de hecho -¡qué cosas!- Dios les insufló un alma inmortal, también conocida como espíritu, inteligencia, sensibilidad, personalidad, etc. Y de esa pareja, resulta que surgió la raza humana, cuya evolución no tiene nada que ver con la de ninguna otra especie, aunque, seguramente el hecho de que las hormigas no compongan música y los perros no construyan rascacielos es una mera casualidad sin mayor relevancia.

Pero ese no es el problema. El problema consiste en oponer creacionismo con evolución, cuando ambos no sólo son compatibles sino que no pueden ser otra cosa que compatibles. Evolucionar supone cambiar y eso es lo que hace la materia, continuamente, tanto es así, que necesita del espíritu para permanecer como tal. Ni una sola de nuestras células es la misma que hace cinco años, pero nosotros seguimos siendo los mismos, tenemos historia, gracias a nuestro espíritu, que no evoluciona, sino moralmente, hacia arriba o hacia abajo.

Pero que las cosas evolucionen no significan que no hayan sido creadas. Necesitan ser creadas.

Los creacionistas lo único que dicen es el "absurdo" con el que he comenzado. Que si hay algo creado es porque alguien lo ha creado. La opción "materia inteligente" es demasiado absurda hasta para la Royal Society y, en cualquier caso, poco tiene que ver con Darwin, pero corre pareja a otra genialidad progresista, la favorita del tópico cientifista de última generación. El alma neuronal, que merece mención aparte.

Primero las cosas se crean, luego evolucionan, es muy discutible si el darwinismo es científico, aunque los cientifistas se aferran a esa opción con gran entusiasmo. Crear es el salto de la nada a la existencia; evolución no es más que el desarrollo de lo ya existente.

Recuerdo que, durante un debate con un cientifista, y ante mi insistencia de que de la nada no sale nada, y que el ‘Big Bang' puede explicar la evolución pero no la creación, es decir, no puede explicar el enigma de los enigmas -¿por qué existe algo?- mi interlocutor me dijo muy serio: "Lo que ocurrió antes de la creación no interesa a la ciencia". Lo cual es muy cierto, pero sólo demuestra que la ciencia sólo puede investigar sobre la materia, no sobre el espíritu y que, con todo respeto, para conocer el origen de la vida, y con ello su destino, para saberlo único que importa saber, el de dónde venimos y adónde vamos, la ciencia no me sirve de gran ayuda.

Otro cientifista ha resultado mucho más gracioso, sometió al mismo dilema, la de por qué existe algo, me respondió. Quizás existe materia pre-existente, lo cual es una contradicción en su propios términos, pero extraordinariamente divertida.

Y entonces llega Darío Valcárcel y no se explica que el éxito del acelerador de partículas (LHC) nos lleva a una nueva y refulgente era: recreemos el ‘Big Bang', otro de los asideros de unos agnósticos extraordinariamente persistentes. Nos cuenta nuestro hombre que el "LHC sólo trata de saber".

La verdad es que el acelerador del Centro Europeo de Investigación Nuclear (CERN) poco nos va decir sobre el origen del universo aunque sí podría apuntar a su desarrollo, es decir, nada sobre la creación y a lo mejor mucho sobre la evolución.

Pero la "máquina de Dios" no es ciencia básica, ni mucho menos antropología. Es pura ciencia aplicada, un paso, no de gigante, pero que puede ahorrarnos unos cuantos años en la consecución de la fusión nuclear controlada, la energía del futuro. Como aprovechamiento industrial no tiene precio, como avance filosófico servirá para lo mismo que la evolución de Darwin: para nada.

Claro que al final, todo esto importa una higa, porque la fe en Dios no depende de tan sesudos razonamientos sino de la rectitud de intención del opositando. Lo de la Royal Society es preocupante porque revela cuál es la estación final de este proceso de majadería generalizada: primero se expulsó a Cristo (sí a Cristo, el resto de dioses no interesa nada al Nuevo Orden, sólo el verdadero) de la vida pública, y ahora se trata de expulsar a sus fieles: prohibido creer en Dios.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com