Está claro que los teólogos no deben llegar a Papas, porque perderían el don de la infabilidad. Con los moralistas, ocurre algo similar. En la Edad Media se decía que si uno encuentra una faltriquera con un buen fajo de monedas de oro debe hacer lo imposible para devolverla a su legítimo propietario, salvo, claro está, que se trate de un moralista, en cuyo caso, le será sencillo encontrar unas 20 razones que le excluyen de tan penosa obligación, y podrá quedarse con el vil metal en el cinto y la conciencia, no ya tranquila, sino incluso alabada.
Quizás por todo ello, el teólogo vaticano, cardenal Georges Cottier, ha empleado demasiadas palabras para meter el condón de rondón. Lo de las muchas palabras y el exceso de razones es muy propio de teólogos moralistas. Por ejemplo, Cottier no podía decirnos si ponerse la gomita en el pene es bueno o malo. Eso sería de una lamentable simplicidad. No, lo que Cottier ha hecho es emplear una frase retorcida como una viruta, para explicarnos que recurrir a ese método (o sea, ponérselo) es moralmente lícito en algunas circunstancias. Las comillas no pueden seguir, porque estamos hablando de un teólogo, por lo que la crónica (en este caso, del diario ABC) debe sacar del entrecomillado los casos en los que, según Cottier, pudiera ser lícito : Droga, promiscuidad y miseria.
Pormenoricemos. Como es sabido, si algo necesita un drogadicto es fornicar, condición indispensable para su vida y punto crucial de su terapia. Lo de la promiscuidad es aún más genial: es como si un teólogo aconsejara dar dinero al empresario explotador, con el piadoso fin de que robara algo menos a sus empleados. Uno pensaba, en su ignorancia, que si de prostitución hablamos, por ejemplo, lo que debe hacer la Iglesia es animar a la prostituta a cambiar de vida, en lugar de proporcionarle condones, pero en fin.
Cottier, que es francés, como creo haber dicho antes, también se refiere, al igual que los aborteros de 20 años atrás, a los casos límite. Por ejemplo, el famoso esposo sicótico que quiere mantener relaciones sexuales con su señora, en fidelidad y armonía. Bello e instructivo, sí señor. Recuerda también ese caso tan querido de los moralistas, del uso de anticonceptivos dentro del matrimonio para regularizar el ciclo de una mujer irregular. Naturalmente, en cuanto deja de tomarlos, la naturaleza regresa presurosa hacia la irregularidad pero los moralistas, que no los médicos, se apresuran a bendecir el uso del matrimonio en tales casos con el sutilísimo argumento de que no se impide la llegada del nuevo hijo (o la muerte del mismo) sino que lo que motiva el uso de la píldora es una razón terapéutica.
Un castizo diría que todo esto es atársela con papel de fumar (expresión que viene al pelo, no me lo negarán ustedes), pero aún es más divertido el plácet que determinados moralistas han otorgado a una curiosísima modalidad de fecundación asistida: se hace un agujero en el condoncito de marras y se permite la convivencia sexual del matrimonio. Así, hay una posibilidad, aunque mínima, de engendrar, pero también quedan los residuos seminales en la agujereada gomita, para inyectarle la semilla a la parienta. De esta manera, no sé si me siguen, se cumple el fin conyugal al tiempo que hacemos algo parecido a la FIV, sólo que en moralista.
Todas estas mariconadas (con perdón, pero no se me ocurre otro término más apropiado) son muy propias de moralistas y teólogos. Un teólogo siempre estará pendiente de los límites, de hasta dónde puede llegar para no pecar, mientras que un santo, que es, al menos en este aspecto, lo contrario de un teólogo, está pendiente de hasta dónde puede amar. Cuanto más ame, mejor. El uno trabaja siempre en negativo, para evitar el pecado, el otro en positivo, para progresar en la virtud.
Al santo le importa un pimiento la catalogación de las circunstancias en las que se emplea el condón. Lo que no quiere es condón en forma alguna, porque lo que le interesa es el amor, la entrega mutua, la realización de los esposos, su apertura por la vida y su co-participación en el poder creador de Dios. Lo de la santidad es un mundo de maravillas, la epopeya misma de la existencia, con sus riesgos, sus peligros, su aventura y su felicidad. Lo de los teólogos y moralistas es una especie de laberinto, donde el hombre no camina hacia ningún lado, como no sea para evitar el precipicio.
Porque oyendo al secretario de la Conferencia Episcopal Española, Martínez Camino, o al señor Cottier, la grey va a llegar a la conclusión de que el matrimonio cristiano, y el sentido cristiano del sexo, consiste en una complicadísima cuadrícula donde se expone la no menos compleja casuística de la licitud o ilicitud del joío condón. Y les aseguro que hay algo más, mucho más. Para los moralistas, lo que importa es la casuística; para los santos, lo que importa es la caridad.
Naturalmente, el ABC, ese diario cada día más conservador, cada día menos cristiano, ha titulado de la siguiente guisa: El teólogo de Juan Pablo II acepta el uso de preservativos en casos extremos. De esta forma, el lector deduce que no es el teólogo de Juan Pablo II quien dice tal cosa, sino el mismísimo Juan Pablo II.
Naturalmente, Cottier llama en su apoyo a numerosos teólogos que piensan casualmente igual que él, aunque reconoce, cuánto reaccionario, que no hay consenso. El consenso es algo muy importante para los teólogos: todos los días consensúan con el Creador la doctrina eclesial. Por el momento, Dios tiene derecho de voto, pero esa carencia democrática será subsanada en este mismo siglo.
Bromas aparte, lo peor de esto es que el síntoma más claro del cataclismo, que mucho me temo se nos viene encima, es la división doctrinal en la Iglesia. Para entendernos: las crisis del Cristianismo no consisten en pontífices amancebados o cardenales violentos. Eso sólo es una crisis de la Curia. No, las verdaderas crisis de la Iglesia son siempre crisis de doctrina. En el Siglo de Hierro, y en las épocas más duras del Renacimiento, hubo papas infames y cardenales canallas, pero a ninguno de ellos se les ocurrió tocar el tesoro doctrinal. No se juega con las cosas de comer.
Por contra, teólogos y moralistas no dejan de posar sus manos sobre el Catecismo. Alguien debería darles una palmetada, porque el escenario que presagia lo peor tiene que ver con el enfrentamiento doctrinal entre distintos sectores de la Iglesia, con la consiguiente confusión entre los creyentes.
Eulogio López