Con la manipulación de embriones –casi todo ellos con origen en esa raíz de todos los males que es fecundación ‘in vitro' está ocurriendo lo mismo que con el aborto: a pesar de que la progresía políticamente correcta ha volcado toneladas de embustes para justificar lo injustificable, en los cinco continentes, durante 3 años, la convicción, ocultada que no oculta, de que el aborto no es más que el asesinato cobarde de un inocente emerge una y otra vez.

Lo mismo ocurre con el principio, ético y científico, de que el embrión no es un conjunto de células, sino un ser humano. Por so pude decirse que los partidarios de la vida vamos de derrota en derrota hasta la victoria final.

En cualquier caso, me ha encantado la información que nos llega de la Agencia Zenit sobre el debate. Compone una cesta con todos los mimbres, al menos tres mimbres, del "asunto que nos ocupa".

Hablamos de Australia, donde también se trata de legalizar la matanza de embriones humanos, naturalmente en nombre de la ciencia. Primer mimbre: la progresía no sólo quiere implantar la matanza de inocentes sino impedir que nadie, por ejemplo la Iglesia, se atreva a criticarlo. Es el nuevo tipo recensura. La ley no sólo es de obligado cumplimiento, sino de obligado asentimiento. Iglesia, a callarse. Ya se sabe que después del aborto libre llega el aborto obligatorio y gratuito, es decir, pagado por defensores de la vida. Aquí lo mismo. El desmelene ha llegado a tal extremo de locura que el propio primer ministro australiano, John Howard se ha visto obligado a defender la libertad de expresión de los obispos australianos: «Al final, los líderes de la Iglesia, si creen en algo… tienen el derecho de aportar su punto de vista», declaró a la Australian Broadcasting Corporation el 7 de julio. No deja de tener gracia que sea un político quien asegure que los obispos no sólo tienen el derecho de opinar sobre los proyectos de ley –o sobre cualquier otra cosa- si no que tienen el deber… si es que creen en algo. Claro, esta es la única frontera ideológica del mundo actual: los que creen en algo –por ejemplo los católicos- y los que no creen en nada –los progres, la modernidad-.

Segundo mimbre: al parecer, no basta con destrozar seres humanos pequeñitos. De lo que e trata es de utilizar los instrumentos del Estado de Derecho para cargarse la libertad, sublime paradoja que, si lo piensan un poco, resulta de lo más inteligible. Se trata de enmudecer a toda oposición, que así empezó Hitler. Las SA perseguían al opositor, mientras la progresía actual se conforma con condenar al silencio, que, como diría Janli Cebrián. "El silencio no ha matado a nadie". Y así, Fred Riebeling, portavoz de la asamblea legislativa de Australia Occidental, anunció el 7 de junio que al arzobispo Hickey (uno de los habladores) sería investigado por el comité de privilegios parlamentarios del Estado.

Tercer mimbre: el de siempre, la coherencia. En la polémica también entra el arzobispo de Perth, para quien los católicos que "votaron por la clonación de embriones destinados a la destrucción" no deberían ir a comulgar y podrían ser excomulgados. Más bien deberían, y este es, sin duda, el gran reto actual de la jerarquía: exigir coherencia al votante católico y, especialmente, al político católico. Que mejor es acabar en la marginación que en el infierno.

Como dice el periodista Vittorio Messori, en su última y espléndida obra (Hipótesis sobre María): "La estrategia del mundo para neutralizar al a Iglesia puede seguir una doble dirección: o destrucción o asimilación". Ahora toca asimilación. Por ejemplo, condenando no al paredón sino la silencio, a quien ose levantar la voz, sólo la voz, para denunciar el asesinato de no nacidos. No importa que te opongas al poder mientras no lo manifiestes en voz alta, mientras no rompas "el consenso social", que es la dictadura del pensamiento, la tiranía del siglo XXI.

¿Ese imaginan el día en que la jerarquía católica española empiece a excomulgar a los líderes políticos que contradigan los principios cristianos en cuestiones clave, "no-negociables"? ¡Jo, tú, qué cachondeo!

Eulogio López