Basada en una novela de John Carlin, Invictus narra la llegada al Gobierno de Sudáfrica de Nelson Mandela y sus intentos por lograr la reconciliación entre sus ciudadanos a través del deporte (más en concreto a través de la selección nacional de rugby durante el Campeonato Mundial celebrado en 1995).
Clint Eastwood es un buen director de quien normalmente se alaba su maestría para rodar secuencias realmente complicadas, algo que vemos repetidamente en Invictus en los partidos de rugby. Sin embargo, particularmente, lo que siempre me asombra de este cineasta es su capacidad para imprimir humanidad a cualquier personaje, que se traduce en emocionar con pequeños detalles (aquí cuando Mandela se hace ordenadamente su cama a las 6 de la mañana -como ocurría en sus 27 años de cautiverio- o cuando se interesa, sinceramente, por la vida privada de cualquiera de sus subalternos). Pero en Invictus, el cineasta se ha enamorado de su protagonista, de su héroe, con el peligro de que éste no es un personaje de ficción (como ocurría en Gran Torino) sino una persona de carne y hueso. Así, el magnificado Nelson Mandela que vemos en este drama parece más divino que humano en lo personal; mientras en lo profesional se ofrece una visión superficial traducida en una gestión sin fisuras al frente del Gobierno (algo muy lejos de la realidad)
Nadie puede dejar de sentir respeto por un hombre que luchó contra el racismo, pasó casi treinta años en prisión y cuando llegó al poder abogó por el perdón como forma de terminar con el apartheid. Pero mostrarlo sólo con sus luces, y no con sus sombras (sólo se apunta de forma discreta que nunca fue un buen padre de familia), es hacer un flaco favor a la credibilidad de la Historia y de la película, por mucho que Morgan Freeman esté excepcional en la encarnación del político sudafricano.
Para: Los que quieran constatar que Clint Eastwood también hace películas menores