De manera más o menos consciente estamos expuestos a un sistemático bombardeo de la publicidad. Para dar una idea del volumen de mensajes publicitarios baste recordar que una sola cadena norteamericana -la NBC- transmite anualmente unos 50.000 spots distintos.
De acuerdo con el profesor Hakawa, el norteamericano medio habrá visto por la pequeña pantalla alrededor de medio millón de mensajes publicitarios.
Los españoles visionamos la televisión unos diez minutos cada hora. Este tiempo representa una media de más de cuarenta mil anuncios anuales. Con todo esto se puede afirmar el increíble poder de la publicidad, la gran repercusión potencial que alcanzan las campañas publicitarias. De ahí que la publicidad pueda ser entendida como El quinto poder.
El telespectador sufre un impacto notable por los modos en que está realizada esa publicidad. Un caso muy concreto es el del lenguaje. Los creativos publicitarios buscan una llamada de atención, y no reparan en medios para conseguirla. Las palabras utilizadas no se corresponden con el lenguaje correcto. El solecismo -la agresión a la sintaxis o a la pureza del idioma- se repite causando una lenta degradación.
Por otra parte, el influjo televisivo es mayor en los niños. De modo que los profesores se ven impotentes para corregir las deformaciones idiomáticas que ha ido sembrando el lenguaje inadecuado de los "spots" televisivos.
Urge una defensa del lenguaje y la creación de una normativa para que los anuncios se ajusten a una corrección idiomática y que, el mensaje publicitario, se ajuste a una norma que sirva de pauta y de modelo para todos aquellos que elaboran las campañas de publicidad. Así se conseguirá un buen patrón del uso del idioma y la actividad publicitaria servirá de escuela de buen hacer y de buen hablar. De lo contrario, la riquísima lengua castellana habrá quedado herida de muerte en una generación.
En el podio de la cultura se ha instalado la mediocridad, afirma J. A. Narváez.
Clemente Ferrer Roselló
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