La esfera solar comenzó a girar sobre sí misma a un ritmo  vertiginoso, imposible de seguir, con una rotación que despedía chispas, como si se tratara de unos fuegos artificiales como si el señor del cosmos celebrara su aniversario. Un espectáculo que duraría entre 8 y 10 minutos, ante un público compuesto por más de 70.000 personas, concentradas en una aldea de Portugal, la inmensa mayoría de ellas concentradas allí para asistir al milagro. Se podía mirar al sol sin que te quemara los ojos, al tiempo que todo, paisaje y paisanaje, se cubría de un impenetrable color amarillo. De pronto, un grito de terror se escapó de todas las gargantas: la bola del sol se precipitaba sobre la tierra. No ocurrió nada pero todos temieron la muerte. Pero no ocurrió nada y la gente volvió a respirar. En un minuto, la multitud alcanzó una definición de consenso: el sol bailó. Es una descripción muy sucinta del "Baile del Sol", ocurrido el 13 de octubre de 1917, relatado por periodistas, políticos, profesores universitarios, científicos, médicos... Desde que la humanidad cayó en la cuenta de que las alucinaciones colectivas no existen -o son individuales o no son alucinaciones-, nadie puede negar el baile del Sol. Simplemente aquello ocurrió.   Recién termino el libro Los Pastorcitos de Fátima, de Manuel Fernando Sousa, un sacerdote sin el menor interés por pasar a la historia da la literatura, sólo por trascenderla. El libro no obtendrá el premio Planeta, ni falta que le hace. Hasta diría que adolece de cierto orden, con esa inocencia retadora de los Evangelios, unos libros destinados a decirnos que Cristo era el Hijo de Dios, pero redactados en un lenguaje tan poco adecuado al objetivo que parecen regodearse en todos aquellos detalles que se presten a la sospecha del lector. Es como si Manuel Fernando Sousa y los hagiógrafos escribieran tan sobrados acerca de la veracidad de su mensaje que despreciaran la verosimilitud. Sousa da cuenta de varias crónicas sobre el baile del Sol, entre ellas las del periodista Avelino de Almeida, un tipo que hoy calificaríamos como un librepensador. Avelino cumplió con su papel de notario de la actualidad, quizás porque aquello era tan visible, y había tantos testigos, que todo intento de imponer el prejuicio a la evidencia estaba condenado al fracaso. Avelino contempla, con otras 69.999 almas la rotación de la esfera solar, lo describe con la minuciosidad propia de mi profesión -siempre más analítica que sintética- y concluye que a las 69.999 almas que le acompañaban en la visión del milagro nunca visto sólo les sirvió para arraigar "su fe de carbonero". No a él, claro, pero sí a todos los demás, que tenían fe de carbonero. Avelino es un tolerante, y estoy seguro que si fuera un español de hoy votaría al PSOE o al PP. Había visto bailar al sol, pero, para él, aquéllos que no se preocuparon de juzgar, sólo de mirar y contemplar la maravilla... tenían fe de carbonero. Aquéllos que habían seguido el empírico método de abrir los ojos son, para el tolerante Avelino, los carboneros. La narración de Avelino me ha ratificado en la convicción de que sólo los dogmáticos, los que creemos en algo, somos los únicos siempre dispuestos a confrontar esas creencias con la realidad, a comprobarlas. Es el cientifista, el incrédulo, el que no lo está. Nuestro progre no puede concebir algo sobrenatural aunque lo esté viendo con sus propios ojos, como Avelino, porque eso supondría que alguien se situaba por encima de él, aceptar su condición de natural ante lo sobrenatural y, compréndanlo, eso no ese puede aceptar en modo alguno. El único dogmático es el agnóstico. El cristiano, como recordaba Chesterton, sólo defiende la fantástica idea de que hay alguien por encima de él, y ese alguien es capaz de superar las leyes naturales, porque él creó la naturaleza y promulgó la ley natural. ¿Cómo lo sabe? Abriendo los ojos a la realidad. El ateo los cierra, o atribuye el milagro a la ignorancia de los demás, de los carboneros, porque su dogma le impide otra reacción. El católico, por el contrario, no muestra ante el milagro sino la satisfacción que impone la lógica. Lo lógico es que el Creador de una estrella más bien tirando a pequeña, en una galaxia no especialmente grande, pueda hacer que el sol se salga de la órbita en la que Él le colocó, mientras el ateo se opone a la comprobación de esos hechos, sencillamente porque los hechos que se oponen a su dogma han de ser falsos. Resulta curioso comprobar la vehemencia con la que el progresista reacciona ante lo extraordinario y su recalcitrante oposición al método científico que en teoría dice defender: comprobar la veracidad de los hechos. Por ejemplo, y vuelvo al libro, comprobar el cuerpo incorrupto de tanto videntes, llámense Bernardette Soubirous o Jacinta Marco. No se leerán los dictámenes de los médicos -entre ellos ateos- que comprobaron el milagro de esos cuerpos incorruptos, una de las notas características de los videntes de la madre de Dios. Y si lo hicieran, probablemente su vida no daría el giro correspondiente, sino que lo atribuirían a la fe del carbonero, entendiendo por carbonero, no los no instruidos, sino todos aquellos que tienen la sensatez de rendirse a la evidencia. Créanme, los milagros, al igual que el Evangelio, ratifican al creyente en su fe, pero rara vez convierten al incrédulo. Están hechos y escritos para confirmar no para convertir. No hay que extrañarse. La gente no se convierte mirando hacia afuera, sino hacia adentro, en ese momento sublime, por extraño, en el que aceptamos, ante el tribunal de nuestra propia conciencia: hice el mal porque quise, lo hice a sabiendas. En definitiva, en el momento en que asumimos el sentido del pecado. Conviene aprovechar la ocasión. Del libro de Los Pastorcitos de Fátima he aprendido otra cosa. Que lo que me decían mis mayores, aquello de que el hombre es un animal de costumbres, está cargado de razón. Uno de los mayores enemigos de Cristo es la rutina. Lucía, Francisco y Jacinta no fueron populares en su pueblillo portugués. Las apariciones de Fátima les convirtieron en el blanco de la animadversión de sus vecinos, incluso de sus familias, pues eran culpables de haber roto su plácida existencia, su cotidianeidad. Los pastorcillos les habían hecho perder tiempo, dinero y, sobre todo, tranquilidad. Aquellos mequetrefes les habían atraído las burlas de los forasteros y la persecución de la autoridad. Los tres críos no fueron venerados como santos sino insultados y golpeados por sus vecinos, destructores de la modorra vital que los políticos llaman estabilidad. Fueron maltratados con saña, por esa envidia violenta que provoca la inocencia, por la ira arrebatada de quien no soporta la bondad ajena, que convierten salvajes a los pacíficos. Hasta la piadosa madre de Lucía, la vidente que  sobreviviría décadas, la guardiana de los secretos de Fátima, moriría sin creer a su hija. Ni el baile del Sol ni el hecho de haber sido milagrosamente curada de una enfermedad terminal bastó para que creyera a la profeta que tenía, no en su tierra, sino en su casa, sometida a obediencia. Otra vez Chesterton: si unos pescadores vinieran diciendo haber visto tierras nuevas donde habitan seres extraordinarios, nuestros modernos exigirían pruebas. Y cuando testificaran, nuestros modernos asegurarían que los pescadores no son gente de fiar. Tercera nota, y ésta confieso que me ha sobresaltado. Las apariciones de Fátima vinieron precedidas, y proseguidas, de una ola de profanaciones de sagrarios, fruto de la política anticlerical de la muy progresista República portuguesa del momento. De la misma forma que el oficial encargado de "investigar" las apariciones maltrató a tres niños de 11, 8 y 7 años, encarcelándoles y "enviándoles" a morir en una cuba de aceite hirviendo, la persecución educada que sufrimos en la España del siglo XXI viene acompañada por un enseñamiento con el pan eucarístico. Los anticlericales no creen que en las especies sacramentales este Dios, pero los demoniacos sí. En cualquier caso, 1917 eran tiempos de profanación y blasfemia. Como hoy. Última nota de las muchas que pueden entresacarse de esta delicia bibliográfica: Lucía, la vidente superviviente, junto a sus dos primos, ni tan siquiera se enteraron del baile del Sol ni de los instantes de terror, cuando el astro rey se precipitaba sobre la tierra con quién sabe qué aviesas intenciones. Estaban a lo suyo: viendo y escuchando a Nuestra Señora. Lucía incluso llega a advertir a la multitud que mire hacia el sol, pero ella no les acompaña como público del espectáculo. Sor Lucía lo explica así: "Nuestra Señora no da miedo, sorprende, pero no da miedo". Y es que los dioses parecen muy lejanos a los hombres, pero lo cierto es que están muy próximos, nos son familiares, hasta el punto de que -Chesterton una vez más- si quitas lo sobrenatural sólo queda lo antinatural. En 2017 se cumplirán 100 años de las apariciones de Fátima. ¿Qué pensarán, los avelinos de entonces? Eulogio López eulogio@hispanidad.com