"Siempre me ha gustado cantar. A decir verdad, cantaba cada vez que las circunstancias me lo permitían. Pero ha sido sobre todo con los jóvenes con quienes siempre he cantado a gusto. Los textos eran diversos, dependían de las circunstancias: junto al fuego eran cantos populares, los de los scouts; con ocasión de las fiestas nacionales, del aniversario del comienzo de la guerra o de la insurrección de Varsovia, se cantaban cantos militares y patrióticos. Entre estos, me gustaba de forma especial ‘Las amapolas rojas sobre Monte Cassino', ‘La primera brigada' y, en general, los cantos de insurrección y de los partisanos".
No son las memorias de Che Guevara (mucho más aburridas, seguro), sino las de Juan Pablo II, mucho más divertidas, que se acaban de publicar bajo el título de "¡Levantaos, vamos! Un Papa que aprecia los cánticos partisanos merece un aplauso. Me le imagino cantando aquello de "a las barriadas, a las barricadas, por el triunfo de
Ya lo decía Chesterton, otro amante de la música alegre: "Esta guerra –advirtió refiriéndose al conflicto con los Boers- no producirá canciones", señal evidente de que se trataba de una guerra injusta, producto del imperialismo del Gobierno inglés, y no de la legítima defensa, siempre romántica pese al dolor que pueda producir.
Porque Juan Pablo II nos ha dado muchas lecciones, pero ninguna tan reveladora como la de esa alegría natural y recia que surge de la virtud y de la esperanza. Precisamente, una de las notas distintivas de sus adversarios, los progres comecuras de hoy, es la seriedad protocolaria y almibarada, y esa permanente cara de profundo cabreo, de quien confunde seriedad con amargura. O como diría el precitado Chesterton, aún no saben que lo divertido no es lo contrario de lo serio, sino de lo aburrido. La modernidad no es sólo triste, es ‘intelectualoide', pedante, su objetivo no llega más allá de la estabilidad, le tiene miedo a la vida, es burocrática, ordenancista, confunde la civilización con el puritanismo y la ecuanimidad con el pesimismo. Y son de un hortera tremendo. Los progres son, como diría Chesterton, al que creo haber citado antes, "bebedores de agua", el insulto más grave del genial escritor inglés.
Y esos son los progres: bebedores de agua, incoloros, inodoros e insípidos. Acuosos de ideas y vivencias, amantes de un puritanismo para intentar alargar la vida todo lo posible, aunque no se trate de vivir sino de sobrevivir. Porque la gente alegre, bebe vino y canta con el corazón. Quizás se emborrachen, pero no morirán de repugnante indolencia; quizás vivan menos, pero vivirán mejor. La esperanza en Dios no supone una cadena, sino una liberación; la única cadena consiste, precisamente, en el vértigo que produce al no creyente la nada a la que parece abocado. Y, en cualquier caso, no sentirán, como el progresista, la perentoria necesidad de donarle al enterrador unos pulmones y un hígado en perfecto estado.
Que ya está bien de cenizos.
A las barricadas, a las barricadas…
Eulogio López