El padre de la Fecundación in vitro y de más de 4 millones de descendientes nacidos con esta técnica, ha obtenido el Premio Nobel.
Sin embargo, no se habla de los perjuicios emocionales y físicos de estos niños. Ya son numerosos los testimonios de hijos in vitro que, ya adultos, juzgan con dureza la decisión de sus padres, pues muchos de ellos desconocen a alguno de sus progenitores, donantes anónimos de gametos, y cargan durante toda su vida con la ignorancia de su base biológica, de sus raíces y con una traumática frustración. Otros se arriesgan a cometer incesto biológico al casarse con alguno de sus hermanos, en el caso de donantes habituales que hayan fertilizado a varias mujeres, en ciudades medianas. Otros, como L. Brown, la primera niña probeta, reconocen sentirse raros pues su origen no fue natural fruto de un acto amoroso, sino una componenda lucrativa en un laboratorio. ¿Es esta técnica un modo de remediar un deseo más utilitario que altruista?
¿Qué pasa con los miles de hijos que permanecen en su jaula de hielo sin que nadie los despierte de su sueño? ¿Es lícito usarlos como material científico sin respetar su condición de ser humano y, en este caso, totalmente desprotegido?
La vida no se hace, nace por voluntad de Dios, y hoy, de unos hombres que quieren ser dioses manipulando su principio y su final. Al fin, el hijo es lo de menos, amado no por sí mismo sino en función de un deseo, egoísta y tratado casi como una mascota.
María Ferraz