Sr. Director:
No tengo nada que objetar a la educación cívica concebida como una dimensión transversal del currículo escolar, ni tampoco contra un espacio curricular específico dedicado a familiarizar a los jóvenes con los mecanismos de participación ciudadana en un sistema democrático. Tampoco diré nada contra la importancia de ponderar, entre otros, los principales valores o, mejor, virtudes de la buena ciudadanía, que deben presidir la convivencia social. En muchos países de nuestro entorno está asumida con normalidad la presencia de disciplinas que bajo el rótulo educación cívica o educación política persiguen estas finalidades.
Únicamente diré que a mi juicio refleja poco tacto pedagógico plantear una asignatura la Educación para la Ciudadanía- con el único objeto de recordar a los jóvenes que han de ser demócratas, tolerantes y partidarios de los valores. La pedagogía que no desprecia el sentido común es bien consciente de que la eficacia de determinados consejos paternales, a ciertas edades está en proporción inversa al número de veces que se repiten. Sobre todo en la adolescencia esos mensajes que, por supuesto, son muy importantes sólo son eficaces cuando se transmiten de forma indirecta; resultan significativos sobre la base de otras cosas que se saben, y cuando se trasladan haciendo otras tareas. Un profesor de matemáticas hace mucho más por la tolerancia y el respeto siendo puntual en clase y atendiendo bien a sus alumnos que cuarenta teóricas sobre el asunto.
De todos modos, entiendo que haya gente que vea razonable incluir esta disciplina en el currículo escolar. Ahora bien, lo que no es de recibo es que la materia en cuestión esté cocinada en exclusiva por la asociación Cives que preside el señor Mayoral y por la cátedra de laicidad y libertades públicas de la Universidad Carlos III, y sobre todo sin tener en cuenta la opinión de los padres de familia sobre lo que ha de decirse a sus hijos en este contexto. Según el documento que ha dado a conocer Cives, la palabra de Dios carece de significación real, es una voz sin sentido que no afecta para nada a la mayoría de los ciudadanos en nuestra sociedad. Aduciendo esto junto al consabido pluralismo moral, concluye que únicamente la escuela pública y laica está legitimada para decir algo sobre los valores de la buena ciudadanía.
He de reconocer mi ineptitud para comprender la lógica según la cual para alabar la democracia, la tolerancia y los valores de la convivencia social hay que someter por vía legal a apartheid a un amplísimo sector de la población española. Pese a quien pese, es un dato significativo reconocido por el MEC que más del 80% de los padres de familia españoles, con independencia de la actitud que personalmente tengan en relación con las cuestiones religiosas, piden para sus hijos, año tras año, enseñanza de la religión católica. Tampoco tengo nada en contra del afán, que el Gobierno no se esfuerza por ocultar, de procurar esos mismos porcentajes, o superiores, para respaldar la enseñanza del Islam o del budismo (aunque, según el criterio de los señores Peces Barba y Mayoral, sería imposible considerar buen ciudadano a un musulmán). Pero, de hecho, las familias que piden que a sus hijos se les hable de Jesucristo en la escuela y, por cierto, que se les hable bien, no con insultos, permítaseme insistir en ello, supera actualmente el 80%.
Cuando se cuestiona tanto la presencia pública de lo religioso en beneficio de una laicidad entendida injustamente, a menudo se olvida: 1º) que la laicidad es precisamente un invento cristiano (Dad al César lo que es del César, pedía Jesucristo a sus seguidores); la laicidad cristiana promueve la libertad religiosa, entendiendo por ella no sólo la libertad de cada ciudadano para profesar la religión que crea verdadera sino también la libertad frente a la religión de quien no desee profesar ninguna; 2º) es enteramente inevidente que la profesión de una fe religiosa suponga un agravio para quienes profesan otro credo o para quienes no profesan ninguno; 3º) está aún por demostrar que el ateísmo o el agnosticismo sean terreno común para establecer a partir de ahí un diálogo social significativo en el que todos los ciudadanos puedan entenderse.
Además de que me parece una irresponsabilidad histórica volver a aquello de que España ha dejado de ser católica, entiendo que es sencillamente falso. Por mucho que le disguste al señor ZP y a sus coristas, las concentraciones humanas más numerosas de la historia de este país no las han provocado los mítines del PSOE, sino las visitas de los últimos papas católicos, que no han venido aquí precisamente de turismo, sino a confirmar en su fe a los fieles de esa confesión. Ellos también hablan para las personas no católicas que de buena fe deseen escuchar el mensaje cristiano. Sumando a los católicos y a quienes desean escuchar la voz de la Iglesia, no da la impresión de que sean un par de lunáticos marginales. Para decir que el nombre de Dios ha dejado de significar algo en nuestro país hace falta estar amnésico o ponerse gafas de madera.
José María Barrio Maestre
jmbarrio@edu.ucm.es