(Marcos 14, 22-26)

La primera vez que le vi no me entusiasmé, me sobresalté. Pegué un brinco. Es lo que suele ocurrir cuando te topas con un personaje de dos metros de altura, con uniforme blanco y con una mirada que demostraba saberlo todo acerca de mí mientras yo no sabía con quién hablaba. Te sientes un pelín turbado. Pero lo curioso es que no le veía como un extraño. Es más, no parecía un extraño.

La primera pregunta que dirigí a mi acompañante resultó un alarde de originalidad:

-¿Dónde estoy?

-Donde te corresponde estar: saliste de tu hogar y tras recorrer el universo has regresado al hogar.

Su voz era grave, el tono firme, propio de quien no tiene preguntas porque conoce las respuestas y disfruta con su saber. Curioso, porque yo me había pasado toda una vida entre hombres que adoraban la duda y a mí, dudar siempre me ha parecido una especie de estancia en prisión.

Luego formulé mi segunda y aún más inteligente pregunta:

-¿Quién eres?

-Tu otro yo, el que sabe quién eres tú y conoce tu mente y tu corazón. Ahora soy tu guía en el Reino, una especie de introductor de embajadores.

-¿Mi guía?

-Mira a tu alrededor.

Ya lo creo que miré. Nos encontrábamos en la vereda de un río de ancho cauce. Tan ancho que sólo se vislumbraban los pormenores de la otra ribera. Una hilera de arboles flanqueaba el curso y mi guía me animó a acompañar el flujo del río por el sendero:

-Vamos, nos queda un largo camino hasta la ciudad.

Caminábamos justo al lado de aquella masa de agua verdeazul. Todos los ríos que yo había visto hasta entonces presentaban un color terroso pero este exhibía un tono verdeazul, más parecido al agua del mar que a cualquier otra cosa. Pero me gustaba. Siempre he preferido los paisajes fluviales. El río tiene proporciones humanas, el río es dibujable. El mar no nos lo podemos meter en la cabeza si no queremos que nos estalle. La cabeza, digo. Por el contrario, aquel caudal tenía su principio y su final y daba forma a un valle formidable, que el azul de aquella agua no salobre convertía en un escenario verde radiante. Un paseo espléndido. Se estaba bien allí pero…

-No puedo recordar nada –le dije a mi acompañante.

-No te esfuerces. En cuanto lleguemos a la ciudad lo recordarás todo. Mejor, lo vivirás todo de nuevo, en un solo instante.  

-Entonces… ¿estoy muerto?

El gigante sonrió:

-¿Acaso tienes aspecto de muerto? Más bien deberías decir que has pasado por la muerte, un mero tránsito desde una vida a otra.

El desfiladero empezaba a  convertirse en llanura.

-Entonces, esto es…

-Tu hogar, Te has pasado la vida deseando volver a él. Por fin has llegado.

El horizonte se había ensanchado y pude vislumbrar la ciudad. Enorme, tan grande que el cauce rodeaba su contorno norte como si no se atreviera a rozarla. Y antes de que el río se abriera en un estuario me di cuenta de que estaba donde siempre había querido estar, la novedad perpetua oculta tras la rutina pasajera, aquello que sacia sin saciar.

Mi acompañante y yo llegábamos por la rivera izquierda. Desde ella giramos a la derecha y nos adentramos en un puente ancho, que cruzaba el río hasta el portón de entrada.

Era una ciudad amurallada, un contorno de piedras blancas, con un muelle ancho, perpendicular al puente, construido en madera, que salía del río y llegaba hasta la puerta principal.

En los alrededores del muelle contemplé a gigantes, vestidos como mi guía, y a hombres y mujeres de todas las razas. Los gigantes me observaban y entonces reparé en que no sentía el menor temor ante su formidable presencia. Mi conocida timidez había desaparecido.

Los hombres y las mujeres también vestían de blanco, ellos con unos cintos de los que colgaban espadas en forma de cruz. Con una sonrisa, un punto burlona ante mi cara de pasmo, todos me saludaban con la misma fórmula:

-Bienvenido.

La primera en la frente: todos hablábamos el mismo idioma, pero aquella lengua que comprendía no era ningún idioma humano. La maldición de Babel había concluido, aquel era un mundo de fondo, no de forma, donde pensamiento y palabra se identificaban. El gigante aclaró:

-Recuerda que en el Reino todo lo que no es música es silencio.

-Y eso significa que…

-Que nuestros sentimientos y nuestra voluntad son una misma cosa y que, por tanto, las palabras se convierten en poesía. Ahora ya no necesitas entender nada porque lo comprendes todo.

Más sorpresas. Aquellos hombres y mujeres no parecían tener defecto alguno. No vi cojos ni mancos, ninguno tenía apariencia mórbida. Por deciros algo, ninguno llevaba gafas ni sufría alopecia. Todos eran distintos y sin tacha alguna. Al parecer, la decrepitud había sido desterrada. A mi mente acudieron unas palabras viejas como el mundo y nueva como el reino:

-Ni ojo vio, ni oído oyó, lo que Dios tiene preparado para los que le aman.

Una vez más, mi guía respondió a una pregunta no formulada:

-Son iguales, sí, pero observarás que la blancura de sus vestiduras posee diversos tonos. Cuanto más intenso sea el blanco, más endiosado está el portador. Y esa es la única diferencia de clases que impera aquí y la única autoridad que se respeta. Los menos blancos emulan a los más, sin sentir envidia de ellos.

Entramos en el recinto por el enorme portalón de madera, con un retablo de figuras talladas. Figuras en relieve, que componían escenas donde pude reconocer los episodios claves de la historia del mundo. Para entonces ya empezaba a recordar, mejor a revivir. Pero también contemplé otros episodios que apenas pude entender.  

Tras las puertas se abría el enorme vestíbulo de la ciudad, una plaza porticada cuyo lado norte se coronaba con un sobrio, tremendamente sobrio, altar. Eso sí que me sorprendió. A fin de cuentas, se supone que el sacrificio era cosa del mundo peregrino, no del Reino definitivo.

-Eso mismo piensan todos los hombres al llegar aquí –dijo mi acompañante sin que yo hubiera plasmado mi asombro en palabras. Aquí el sacrificio es perpetuo y los espíritus, los gigantes, como tú los llamas, nos hacemos corpóreos con el único fin de poder arrodillarnos, genuflexos, ante el Único. Y esas palabras resuenan en toda la ciudad y hasta los confines del mar:

-Tomad, esto es mi cuerpo.

-Allí como aquí –se me escapó, pero mi guía no pareció escucharme…

-Es cuando los gigantes nos sentimos más corpóreos y cuando los hombres anfibios de cuerpo y espíritu, de tiempo y eternidad, empezáis a fundir vuestra historia en el mundo con vuestro presente continuo en el Reino.

-Quieres decir…

-Que recuperáis la memoria tanto de los que conocíais como de lo que  ignorabais o habíais olvidado.

-Entonces, la eucaristía en el mundo venía a ser como un anticipo del cielo.

-Con una gran diferencia. Las misas de entonces exigían fe en que vuestro pan y vuestro vino se convertían en el Corpus Christi. Allá creíais, aquí sabéis. En el Reino la fe ya no es necesaria, tampoco la esperanza; sólo el amor, que es lo divertido. Los habitantes del infierno han perdido toda esperanza, aquí la esperanza ya no es necesaria.

-Lo que yo percibo es que no siento ni prisa ni miedo.

-Así es, pero tienes mucho que hacer.

-Pues no me parece: aquí todo parece hecho.

-Los hombres que contemplas han alcanzado la perfección pero no la plenitud, que son cosas distintas. No has entrado en un mundo pasivo sino en el Reino definitivo y se te exige que estés a la altura. Este es un mundo de aventuras reales. Lo de antes, sólo era imitación, una sombra, un espejo. Allí sólo podías imitar a Tu Dios, y sólo al consumir la forma consagrada participabas por breves minutos de Dios en tu propia naturaleza. Allí sólo podías imitar a Dios, aquí formas parte de Él sin dejar de ser tú. Has llegado a la ciudad de la Eucaristía perpetua.

Era interesante lo que me decía pero antes me urgía aclarar algo:

-¿Lees mis pensamientos?

-Por supuesto. Pero no sólo yo, que los he leído durante toda tu vida anterior. Sino todos los habitantes del Reino, tus compañeros de raza humana también. En el Reino, no existe la intimidad porque si estás aquí, nada tienes que esconder.

-Me siento desnudo.

-Como desnudo estuvo el Único en la cruz. Ya te acostumbrarás. En el mundo debéis proteger vuestra intimidad como seres tentados por vuestra culpa original. Aquí no es necesario.

-¿Te refieres al "desagradable incidente de la manzana"?

Mi guía sonrió:

-A eso mismo. Por cierto, si ves a un hombre y una mujer que no visten de blanco, los únicos en este contorno, observarás que todos tus compañeros humanos se inclinan, reverentes, ante ellos. Te aconsejo que hagas lo propio.

-Quieres decir…

-Sí, quiero decir que son vuestros primeros padres.

Salimos de la plaza y mi acompañante me dejó observarlo. Fui hasta la muralla y contemplé el exterior. El gigante me dejó observar el paisaje de mi nueva patria. Tras unos segundos, exclamó:

-Te lo repito: es un universo de creación y de aventura. En el Reino no existe el mal pero sí más allá de sus murallas. Y ese mal hay que seguir combatiéndolo.

-Y los árboles continúan creciendo.

-Claro: es la muerte la que ha sido desterrada, no la vida.

-¿Seguiré creciendo?

-No, tu cuerpo ha alcanzado la plenitud y, además, y no supone una cárcel para tu espíritu. Adoptarás la edad espiritual que prefieras y tu cuerpo se adaptará a ella. Puedes elegir qué edad, aunque te diré que aquí, en lo que en el mundo llamabais Cielo, los hombres no sois muy originales al respecto.

-¿Qué quieres decir?

-Que elegís vuestra edad de vida según la aventura que queréis vivir y según la persona de la Trinidad a quien os dirijáis en cada momento y según el espíritu o el hombre con quien tratáis en cada situación, en cada episodio de vuestra nueva existencia.

-¿Podría, por ejemplo, volar? Siempre he querido volar.

-Podrías, ahora controlas tu cuerpo sin limitaciones, Pero pocos lo hacen. A fin de cuentas, en el Mundo volabais para viajar más rápido y para evitar los obstáculos de la orografía. Pero cuando se te otorgue la plena ciudadanía tu cuerpo no sentirá el espacio como un obstáculo. El aire no opondrá resistencia a tu paso.

-Pues entonces no veo la aventura por ningún lado.

-Te equivocas. Vivirás la aventura de batallar contra ti mismo para alcanzar una mayor blancura en tu vestimenta. En esto, mundo y cielo se parecen: la lucha contra uno mismo es la más pasional. Pero, además, están los adversarios, a quienes podrás contemplar en toda su rabiosa desesperación. Están los hombres aún peregrinos en la tierra, a quien ahora contemplarás desde esta tribuna y que constituirán otro de tus cometidos. Recuerda, aquí no hay tiempo que perder, sólo tiempo que ganar, porque el tiempo ha desaparecido. Están los que ya dejaron su mundo pero aún no han regresado al hogar. Luego, la multitud de almas grises, a los que la maldad impidió alcanzar la consciencia y con ello la conciencia. Por último, ¿Quién te ha dicho que el Único se conforma con dos especies, la espiritual y la anfibia de materia y espíritu?

-Con todo lo que hay que hacer, me voy a agotar.

-Esa es la cuestión: trabajarás pero no te cansarás, sentirás cansancio pero no angustia. Tu trabajo será plenitud. No sentirás compasión por el que sufre, sino por las víctimas, porque donde hay ofensa hay un criminal y porque comprenderás precisamente eso: que el hombre es un ser moral. Esto significa que no sufrirás por tu naturaleza sino por la injusticia y que somos injustos con un ser: el Único. Por eso, en el Reino como en el Mundo, todo gira alrededor del sacrificio eucarístico. Y no olvides que en tu antiguo lenguaje, sacrificio significa "acción de gracias".

No me pareció un mal lugar para vivir y decidí quedarme. Una prueba más de mi aguda inteligencia.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com