Cada vez parece más claro que sus eminencias los cardenales electores, eligieron en Benedicto XVI al más listo de la clase. En tiempos de confusión se decidieron por el que tenía las ideas más claras, un hombre capaz, para que sacudiera la modorra y templara tempestades, más que nada por su juicio certero. Naturalmente, las de Joseph Ratzinger son unas condiciones que molestan al más templado. Es ese tipo de amigo al que ante su clarividencia los demás corremos el riesgo de parecer de payasos. Es ese personaje que se empeña en añadir una premisa a un argumento que eufemísticamente habíamos creído cerrado, premisa que, naturalmente, echa por tierra todo el entramado. Es la llamada que desprecia al perro que creíamos dormido y nos obliga a enfrentarnos a él. En definitiva, este Papa es un incordio tanto para las conciencias dormidas como para las conciencias confusas, es decir, para nosotros, el 99% de la población. Quizás por ello, algunos han decidido que no les es simpático, y en lugar de debatir con él, que siempre podría ganarles, se dedican a calificarle de Ratzinger-Zeta, que no dice nada pero lo insulta todo
Por ejemplo, lean esta joya, este susto argumental, este salto dialéctico, limpio, demoledor, acerca de toda la parafernalia que, con motivo del Concilio Vaticano II, se armó con la izquierda y la derecha, clericales o laicos que, a todos los efectos, es lo mismo. Su autor, Joseph Ratzinger: El Concilio quería señalar el paso de una actitud conservadora a una actitud misionera. Muchos olvidan que el concepto conciliar opuesto a conservador no es progresista sino misionero.
¡Acabáramos! ¡Se rasgó el velo! En efecto, qué bien suena la palabra progresista y qué mal el epíteto conservador. Como la mayoría de los presentes se guía por las palabras y uno sólo por las ideas, nueve por el continente y uno por el contenido, todos queremos ser progresistas y abominamos del conservadurismo. Pero ahora nos enteramos de que ser conservador no es una forma de pensar -ser progresista es no pensar en modo alguno- sino una forma de hacer. Lo malo del conservador no es lo que piensa, porque las grandes ideas son eternas y los mandamientos no cambian, el pecado del conservador, de la Iglesia preconciliar, o al menos de parte de ella, es encerrarse en sí misma. El misionero no es progresista, el misionero contradice al conservador y afirma: con la ideas de siempre, con el credo de siempre, los sacramentos de siempre y los mandamientos de siempre, más el Padrenuestro, yo voy a hacer proselitismo, voy salir de la comodidad y voy a airear mis convicciones por todo el mundo, empezando por los más próximos, claro está. Ahora, gracias a Benedicto XVI me entero de lo que es ser misionero: expandir a los demás los mejores principios, los mejores amores, aquello que produce alegría. Eso es lo que decía el Concilio, pero nosotros, ignorantes y pedantes, lo que no deja de ser una reiteración, pensamos que se trataba de cambiar los principios cuando lo que nos pedía el Concilio era que los exportáramos.
La verdad es que debí caer de la burra el día, veinte años atrás, en que, tanto oír majadería en nombre del Concilio, decidí leer el Concilio. No vi en él nada de lo que me habían contado, ningún principio nuevo sino la exigencia de reafirmarme en los principios. Descubrí, no sólo que la verdad se alejaba del tópico, sino que se enfrentaba frontalmente a él. Pero Benedicto XVI ya lo explicaba mucho mejor que yo, hace dos años: El cristiano sabe que la historia está ya salvada, y que, al final, el desenlace será positivo. Pero desconocemos a través de qué hechos y vericuetos llegaremos a ese gran desenlace final. Sabemos que los poderes del Infierno no prevalecerán sobre la Iglesia, pero ignoramos en qué condiciones acaecerá esto.
Así que ya lo saben: Benedicto XVI es inteligente, es brillante, aclara dudas, destroza tópicos, ata-cabos y desata-nudos. Sí, eso está muy bien: pero no cae simpático el tipo, mira tú.
Eulogio López