Cuando visito una ciudad por primera vez me gusta contar con el auxilio de un guía. Visitaba Berlín y nos encontramos con un guía catalán, buena gente, aunque un poco rogelio, si es que queda alguno. Y allí sentados sobre el antiguo bunker de Hitler, que es ahora un bloque de viviendas familiares, con un restaurante chino y otro turco en homenaje al Führer, nuestro guía nos aclaró:

-No os creáis. Los alemanes actuales son conscientes del daño realizado. A los niños se les lleva a visitar los campos de concentración, para que sepan lo que ocurrió y no se vuelva a repetir. No son como otros que tienen miedo a enfrentarse al pasado.

En ese momento, mi señora, que es navarra, por lo que considera el laconismo un peligroso defecto, aclaró:

-Así es: el comunismo se está yendo de rositas por la historia.

Nuestro buen guía se quedó un tanto corrido: al parecer no era eso lo que él pretendía inducir pero, tras tan flamante afirmación, se retiró a sus cuarteles de invierno. La zapaterista Ley de Memoria Histórica quedó aplazada hasta el siguiente grupo de turistas.

Muy cierto: Berlín es la ciudad más atea de Europa. La cosa empezó hace más de 500 años con un tal Lutero, quien, a costa de pedir libertad de conciencia, acabo con la conciencia libre. Pero Lutero, al menos, creía en Dios.

Luego a los berlineses, y a los habitantes de Pomerania, Brandeburgo  las dos sajonias, es decir, a la antigua República Democrática Alemana, que como su mismo nombre indica era marxista leninista, le cayó encima, como al resto d Alemania, el yugo pagano nazi. 12 años duró la broma pero resultaron 144 meses tremendamente aprovechados por el oligofrénico del bigote, no ya para limitar la conciencia sino para aniquilarla.

El único consuelo que nos queda de Adolfo Hitler es que era tan bestia que nadie puede defender su labor. Hay consenso en la condena: ese tío era un animal y muchos hombres perdieron la vida para terminar con la barbarie. Para siglos, su memoria será sinónimo de malignidad. Por tanto, no me parece peligroso; no puede regresar.

Pero el asunto no acabó ahí. En Prusia, a los nazis les sucedieron los comunistas, los que pregunten a my wife- se están yendo de rositas por la historia. Nuestro guía aseguraba que la libertad religiosa reinaba durante el periodo comunista quizás porque él iba en pañales cuando cayó el muro- pero lo cierto es que en Alemania oriental sólo quedó una Iglesia católica durante el periodo comunista, una Iglesia de catacumbas, que debía ocultar su identidad. Dicho de otra forma: el nazismo provocó mártires en el templo, hoy catedral católica de Berlín, con más de 4.000 católicos asesinados en Dachau, el comunismo provocó unos cuantos mártires silenciados y miles de tibios dispuestos a ser vomitados de la boca del Creador.

Los comunistas eran mucho más sibilinos que los nazis: Ya lo dijo Lenin: hay que proteger a los malos curas y eliminar a los buenos; los buenos son nuestros enemigos, los malos curas, los que hoy llamaríamos progresistas, eran los mejores aliados de la Revolución socialista. No sabía nada, el tío.

Conclusión: más de la tercera parte de los actuales prusianos se confiesan ateos, porcentaje que no sufre ni tan siquiera el resto de la antigua Europa comunista. Berlín es hoy la ciudad más atea de Europa. El ecologismo, siempre tan triste, siempre tan desesperante, agobiante y majadero, ha sustituido hoy a Cristo en Prusia, al chestertoniano grito de cuando no se cree en Dios se acaba creyendo en cualquier cosa.

Con este bagaje espiritual tenemos el panorama que tenemos. Para que te vaya bien en Alemania, o al menos en Prusia, tienes que hacer dos cosas: mirar con expresión de mala leche y no ceder el paso jamás. Aseguran que Berlín se ha convertido en la capital cultural de Europa y debe ser cierto porque, en cuanto me hablan de algún país, institución o persona culto siempre me topo con la grosería. Al parecer, cultura y educación deben ser términos antitéticos. Los berlineses, en concreto, son especialmente maleducados, por lo que supongo que son muy cultos.

Recuerden que el nazismo no prendió por casualidad en Alemania, o mejor, en Brandeburgo y desde allí extendió sus miasmas, aunque su líder no fuera prusiano, sino un austriaco oligofrénico.

En especial, el berlinés no sonríe nunca, se caracterizan por su hosquedad, su rudeza, su mala uva y otros atributos de la prepotencia germana.

Por supuesto, el emigrante capta de inmediato el código de supervivencia y el turco o kurdo reproduce la soberbia teutona elevado hasta el grado máximo, que no es otro que el grado del ridículo. Basta con sentarse en una terraza berlinesa y pedir un café o hacerle una pregunta a uno de los encargados de la famosa isla de los cinco museos del que sólo merece la pena el de Pérgamo-: a cambio de la entrada con la que ha costeado su sueldo te suelta un bufido.

Pero los berlineses no tienen culpa de haber conseguido una ciudad odiosa para el forastero y obtener de éste aplausos y parabienes. Ocurre esto cuando el forastero sufre complejo de inferioridad y cierto síndrome de Estocolmo, lo que suele ser bastante habitual si es español.

Berlín es, además, la ciudad homosexual por excelencia. La verdad es que he visto más exhibicionismo en Chueca que en la avenida Carlos Marx pero esta tolerancia hacia el tercer sexo (y el cuarto, y el quinto y el sexto) es de lo que alardea su alcalde, miembro del lobby gay, por lo que supongo que debo dejar constancia.

El único amor de los berlineses es a la bicicleta, al parecer un artefacto de lo más ecológico. Ecológico y peligroso, porque el problema de los prusianos es que consideran que el hombre está hecho para las normas y no las normas para el hombre. Así es más fácil que en Berlín te atropelle una bicicleta que un turismo.

Ni que decir tiene que el dios ciclos exige sacrificios en el altar de las dos ruedas no contaminantes. Por tanto, los ciclistas tienen preferencia tanto en las calzadas como en las aceras, por lo que ándate con cuidado si caminas por donde no debes y también si caminas por donde debes: en ambos casos una bicicleta te puede llevar por delante.

Naturalmente, como buena ciudad progresista, todo es carísimo. Los turistas, especialmente los españoles, se repiten a sí mismos que, en el fondo, Berlín es más barato que Madrid. Y ustedes son muy libres de creerlo: vivimos en un democracia.

Chesterton distinguía entre alemanes y prusianos. Ahora, yo también. Y lo que me preocupa es ver que la canciller Angela Merkel, surgida de la forja comunista de la Vieja Alemania del Este, se comporta como toda una berlinesa, encima con la ambición de convertirse en lideresa de Europa. Señores: ¡Esto es horrible!

Estoy seguro que ni tan siquiera ha visto la espléndida película Uno, dos tres.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com